El Espinar, Segovia |
Cisnes, pájaros cantores, águilas imperiales y otras especies de aves tienen su sitio en la literatura. También los cuervos. Celebremos la gloria literaria del cuervo. Los cuervos abundan en los cuentos populares y en los campos de batalla épicos. Ominosos y siniestros, se codean con los mismos dioses. Hugin, que significa “pensamiento” y Munin, “recuerdo”, eran los cuervos que Odín tenía por confidentes: ellos le traían noticia de las cosas del mundo. Pero hay un poema de Raymond Carver titulado “Mi cuervo” en el que el ave protagonista no es:
un pájaro de mal
agüero
una lúgubre
plañidera
el tonto de la
fábula
la pincelada tétrica
de un paisaje invernal.
Nada de eso. El
poema dice:
Era sólo un
cuervo.
Que jamás encajó
en parte alguna
ni hizo nada
digno de mención.
Se quedó ahí en
esa rama durante unos minutos.
Luego alzó el
vuelo maravillosamente y salió de mi vida.
¿Salió de su vida?
Cuesta creer que fuera un simple pajarraco, y prueba de ello es que
se convirtió en poema sin comerlo ni beberlo ni tener la gracia de
un ruiseñor.
La cultura medieval
abunda en cuervos, como también en dragones o unicornios.
Emprendamos una ruta del Medievo por la ribera frondosa del Sil o el
abrupto Pirineo, y allí están los cuervos turbando la paz de las
ruinas, revoloteando en torno a los campanarios o las gárgolas que
escurren la lluvia de un otoño de mil años.
Si el cuervo de
Carver se hubiera posado a la vista de Juan Ruiz, seguro que este le
habría espantado a pedradas, pues detestaba su sombra funesta. Así
lo dice en el Libro
de Buen Amor:
Señores, non
querades ser amigos del cuervo:
temed sus
amenazas, non fagades sus ruegos...
Juan Ruiz reniega
del cuervo porque se le ha muerto Trotaconventos, su asesora en
asuntos de amoríos. Por eso el poeta maldice la muerte y el
horripilante aparato de gusanos y podredumbre con que solían
acicalarla los poetas de su tiempo.
La difunta
Trotaconventos era una de esas alcahuetas que andaban de casa en casa
enredando a las jóvenes enamoradizas. Brujas a tiempo parcial, no
dudaban en servirse de sus artes infernales para rendir los corazones
de las damas. Ello si fuere preciso, pues bastaba una mirada
insinuante en el atrio de la iglesia, a hurtadillas de criados y
parientes, para que prendiera la lumbre de una pasión irrefrenable.
En aquellos tiempos piadosos, las chicas vivían apartadas de los
peligros del mundo, entre los cuales el primero es el loco amor. La
estrategia de la alcahueta consiste en recordarles que su belleza
juvenil es flor del día, que a nadie prestará encerrada entre
cuatro paredes.
Sostiene Juan Ruiz
que mucha tristeza conlleva mucho pecado, de donde se colige que toda
persona ha de buscar el amor y el placer. Él mismo predica con el
ejemplo aventurándose por caminos agrestes en busca de compañía
placentera. Cree haber nacido bajo el signo de Venus y estar abocado
a amar a las mujeres.
Como el apóstol
manda probar todas las cosas, él, Melón de la Huerta, quiere probar
suerte en la montaña. Y se va no a conquistar ciudades para su rey,
como los caballeros de las gestas, sino corazones y cuerpos para su
gozo. Una ventisca de nieve lo sorprende en lo más recio del camino.
Es la Sierra de Guadarrama.
El bosque era
reducto del miedo, el misterio y lo maravilloso. Existía el peligro
real de un encontronazo con bestias feroces o forajidos, o de
extraviarse en su selvática vastedad. A punto de perecer congelado,
a Juan Ruiz lo salva de la nieve una pastora que cuida el ganado en
los puertos: nada que ver con las angelicales criaturas que
celebraran los trovadores. Ella se lo echa a hombros como si de un
fardo se tratase y lo acarrea hasta su choza, donde lo reconforta con
una buen lumbre, sabrosas viandas… y una pizca de cariño.
En cierta ocasión
Juan Ruiz –el arcipreste y juglar–, acosado por una de estas rústicas damas, se jacta de sus
saberes campesinos, que tal vez ejercitaba en tierras de Hita, en la parte de Guadalajara. Estos comprendían desde cazar
lobos a domar reses bravas, pasando por hacer quesos y tañer la
flauta pastoril. Este impecable expediente rural no le librará,
sin embargo, de ser apaleado por una serrana con quien se había
excedido en finuras.
Fuera de tales
violencias, el libro sólo refiere una batalla que sostienen los
jamones y tocinos contra los puerros y espinacas, entre otros muchos
combatientes: a saber, la pelea de don Carnal y doña Cuaresma.
En el siglo XIV una
tremenda hambruna asoló Europa. A la mortandad provocada por la
carestía de alimentos, se suma otro azote letal. En efecto, un foco
de Peste Negra se manifiesta en Europa oriental y alcanza pronto los
confines occidentales del continente, segando la vida de casi un
tercio de los europeos. Se comprenderá, pues, la enemistad de Juan
Ruiz con el cuervo, y que nos regocije con una guerra cuyos
contendientes son verduras, pescados y carnes. Es el suyo un libro
sensual e irreverente, según el cual la
alegría hace al hombre apuesto y hermoso.
Este juglar
andariego al que suponemos "bebiendo vino donde hubiera vino; y donde
no, agua fresca", se desespera con las corruptelas del dinero. En un
tiempo en el que el capital circula aún en mantillas, denuncia los desmanes
del capital. Él mismo ha recurrido a los servicios de una mediadora
profesional para seducir a mujeres, y se ha encontrado con mujeres
que le piden descaradamente dinero. No es un santo, como tampoco la
Iglesia a la que pertenece. A ella van dirigidas sus burlas más
procaces. Obispos y simples clérigos se humillan ante la divina
majestad del oro. En Talavera asistimos a una divertida asamblea
de curas: ninguno quiere obedecer el mandato del Papa que les conmina
a dejar a las mujeres con las que están amancebados. Los clérigos
se escudan con el argumento de que “todos somos carnales”.
Cantigas de ciego y
de escolares pobres, gozos de la Virgen y fábulas antiguas: de todo
hay en el Libro
de Buen Amor.
Américo Castro reivindicó su carácter mudéjar. Quiere ello decir
que es una obra mestiza en la que se mezclan las culturas cristiana,
judía y musulmana. Poesía
activa, andariega, alegre y sensual
–escribe Américo Castro–, cuyos contenidos se fundamentan en la
vida y no solo en los modelos literarios. Se
dice en rimas castellanas lo que acontece en la intimidad de las
almas y en el mundo en que se vive; sentimos la presencia de ciudades
muy nuestras, el bullir de tres razas y tres creencias, se habla de
astrólogos, salen a relucir las alcahuetas, hay referencias a libros
doctos, a labriegos y a caballeros servidores de España, a damas,
frailes y monjas; hay holgorio de músicas y cantares, guisos
apetecibles, fiestas litúrgicas, puertos de la sierra de Guadarrama,
lenguaje exquisito e improperios plebeyos
(Américo Castro, España
en su historia,
Barcelona, Crítica, 2001: 356).
Quien visite la Peña
del Arcipreste, en la vertiente meridional del Guadarrama, se llevará
una decepción. El lugar está a escasa distancia de la carretera
nacional y la autopista de peaje que horada la montaña por tres
túneles de unos tres kilómetros cada uno. Falta el sosiego. Las
urbanizaciones afean el piedemonte. En el horizonte se atisban los
rascacielos de Madrid: ello con permiso de la nube negra que suele
velar la urbe. En la peña hay siempre un ejemplar del Libro
de Buen Amor
y mensajes que dejan los caminantes. En las veredas y en las lomas
aún es fácil encontrar restos de metralla: toda aquella crestería
fue frente de guerra y allí siguen, desmoronadas, las viejas
trincheras.
En la Garganta del
Espinar, por la parte de Segovia, se espesa el bosque. El país se
vuelve despoblado por sorpresa. Hay nieve en las cumbres de la Mujer
Muerta. Estos montes recuerdan mejor los paisajes de Juan Ruiz. Hoy
el colegio del pueblo se llama Arcipreste de Hita, y el ayuntamiento
ha señalizado una ruta incierta pero evocadora. La recorren sombras
sospechosas. ¿Es
hombre o es viento? Creo que es hombre. No miento.
Podría ser el fantasma de un miliciano, gabarrero, trashumante o
juglar. Quizá una bandada de cuervos que graznan al rasgar la
niebla:
Era de mil e
trezientos e ochenta e un años
fue compuesto el
rromançe por muchos males e daños,
que fazen muchos
e muchas a otras con sus engaños,
e por mostrar a
los simples fablas e versos estraños.
En el bosque nos entristece el desamparo de una antigua venta, en la que quizá se alojara el propio Juan Ruiz cuando anduvo estos caminos en busca de amores y aventuras.
Un cuervo rezagado
se posa en las ruinas.
Luego levanta el
vuelo. Se va a otra parte.
¿Era sólo un
cuervo?
Publicado en la revista escolar Max Estrella, 19, 2009.
Publicado en la revista escolar Max Estrella, 19, 2009.
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