En 1988, tras acabar los
estudios de Filología y el servicio militar, fui a Yugoslavia con plaza de lector en la Universidad de Skopje. Era la primera vez que cruzaba una frontera en serio. Hasta entonces solo había hecho una ruta en
bicicleta por las carreteras de Tras-Os-Montes, excursiones a los Pirineos y una visita a un pueblo de Suiza con lago, fábricas de
relojes y bosques de abetos: allí trabajé en una pastelería y leí
Cinco
semanas en globo
en versión original francesa.
Desde la infancia,
sentía el mismo deseo ardiente de “cruzar la frontera” que
aquejaba al reportero Ryszard Kapuscinski en su Polonia natal, según
cuenta en Viajes
con Heródoto.
El niño que sueña ante las banderas desplegadas en las páginas de
una enciclopedia, los planisferios o los nombres altisonantes de las
capitales del mundo, un día se echará a los caminos con Heródoto
en la mochila.
Justo cuando estaba
resignado a engrosar las filas multimillonarias del paro, como buen
licenciado en Letras, recibí una llamada del Ministerio de Asuntos
Exteriores. No, no era el ministro en persona ni tampoco el teléfono
rojo, pero la diplomacia internacional requería mis servicios.
–Hay una plaza
vacante en la Universidad de Skopje, ¿le interesa?
–Sí, señor
ministro. ¿Dónde está Skopje?
–Es-ko-pi-je
es la capital de Ma-ke-do-ni-ja.
–¿Eh?
O sea, que me quedé
en las mismas, sin saber si me enviaban a los confines de Pomerania,
Besarabia o el Transdniéster. ¿Sería un ducado de Sissi,
emperatriz? ¿Un satélite del Pacto de Varsovia? ¿La patria chica
de Alejandro Magno?
Unas semanas después
volaba al Este para tomar posesión de mi plaza.
En Belgrado, la
capital de la República Socialista Federal de Yugoslavia, debía
resolver ciertos asuntos en la embajada. Policías con la estrella
roja bordada en el uniforme examinaron mi pasaporte: tipos impasibles
que por un quítame allá esas pajas te deportaban a Siberia. Para
fastidiar a los occidentales, los serbios no solo hablaban otro
idioma, sino que lo escribían en otro alfabeto. Peor retraso se
notaba, no obstante, en el parque móvil: el taxi que me condujo al
Hotel Slavija era un Zastava con el que te sentías transportado a
tiempos del Seiscientos o el marchoso Simca 1000. Dada mi condición
de enemigo del pueblo, el taxista quería cobrarme 17 dólares… ¡Y
mi sueldo en la Universidad equivalía a 100 dólares mensuales!
Llegué a una ciudad
desconocida de noche y solo. Las primeras impresiones no pueden ser
objetivas. El otro lado de la frontera era adusto, oscuro y hostil.
En Belgrado vi el
Danubio, surcado por gabarras que navegaban río arriba hacia el
corazón de Europa, río abajo hacia el Mar Negro; y paseé por los
lugares que unos años después serían objetivo de los bombardeos de
la OTAN, la alianza militar de la que forma parte España.
¿Y Skopje? ¿Existía
de verdad un lugar llamado Skopje en una república con nombre de
ensalada de frutas? Skopje –me previnieron en la capital– no
tenía nada que ver con Ljubljana, Zagreb o Belgrado. Macedonia era
la hermana pobre de la familia socialista yugoslava. Para mayor inri,
Skopje fue destruido por un terremoto en 1963. Como recuerdo quedan
las ruinas de la antigua estación de ferrocarril, con el reloj
detenido en la hora en que tembló la tierra. Se levantó de nuevo
gracias a la solidaridad de todos los pueblos yugoslavos.
El Kameni Most, el
puente viejo que une las dos orillas del Vardar, sobrevivió a éstas
y otras catástrofes balcánicas. No es que el río Vardar fuera gran
cosa, pero constituía una especie de frontera interior en una ciudad
que se percibía como fronteriza. Si cruzabas el puente hacia un
lado, llegabas a la parte vieja, donde se apiñaban las mezquitas de
los turcos, las callejuelas, los tenderetes y la población albanesa.
En la ribera opuesta, los barrios modernos se extendían hasta las
laderas del monte Vodno, con jardines, edificios oficiales y
bulevares de rotundos nombres revolucionarios, como Calle
de la Brigada Proletaria.
Creo recordar que la Universidad quedaba en el lado albanés, pero la
mayoría de los estudiantes eran eslavos. Un gran mural rojo advertía
en el vestíbulo de la Facultad de Letras: DESPUÉS DE TITO, TITO.
A los
macedonio-eslavos y los albaneses, había que añadir los
macedorrumanos, turcos, serbios, cíngaros… El río Vardar no
bastaba para dividir a tantos pueblos, así que un continuo trajín
de transeúntes animaba el viejo puente, como en la novela de Ivo
Andric. Quizá por ello, al desencadenarse la barbarie, las milicias
nacionalistas se ensañaran con los puentes.
Había cruzado una
frontera que en realidad eran muchas fronteras. El mundo parecía al
alcance de la mano. Buenos
días Europa, buenas tardes Australia,
saludaba Radio Exterior de España.
–How are you
mate?
–Zoran era un colega australiano con el que apenas había
intercambiado unas palabras en spanglish–.
Me voy a Hungría.
–Me encantaría
acompañarte, pero no tengo visado.
–Don´t worry.
Lo sacaremos en la frontera.
–En cuanto al
dinero, no estoy para muchas alegrías.
–Don´t worry.
Gastaremos lo menos posible.
–Apenas entiendo
tu idioma.
–Don´t worry.
Hablaremos lo justo y necesario.
–Dicen
que Budapest es wonderful.
–Yes,
it is.
Aquella misma noche
viajábamos hacia Belgrado. En Belgrado buscamos el siguiente autobús
con destino a Subotica, en la Voivodina, la región autónoma de los
magiares. Allí hubo que contratar un taxi hasta el puesto
fronterizo. Y sacar el visado, y pasar entre vallas y torretas de
vigilancia al otro lado de telón de acero, donde no teníamos ni
idea de cómo seguir el camino hasta Budapest. Budapest nos esperaba
al final de la ruta, y era hermosa y austera, aunque entonces no
brillasen sus escaparates ni estuviesen atestadas sus avenidas.
Con el mismo colega
australiano, me acerqué en otra ocasión hasta Turquía. Llegar a la
estación de autobuses de Estambul, tras un periplo por Tracia, y ver
anunciadas las próximas partidas de coches con destino a Bagdag o
Teherán… ¡era el sueño de todos los nacidos bajo el signo de una
estrella errante! Al menos cruzamos el puente Galata, y nos dimos el
gusto de tener un pie en Europa y otro en Asia.
En los bosques de
Mavrovo está la frontera de Albania, pero allí no servían visados
ni hacerse el distraído: era imposible entrar aunque solo fuera a
echar un vistazo.
–¡Alto! ¿A dónde
va usted? –me detuvieron los guardias fronterizos.
–A Albania, señor.
–¿A Albania? ¿Qué
se le ha perdido en Albania?
–Nada, señor.
–¿Es usted un
espía estalinista?
–No, señor.
–¿Un vagabundo?
–Tampoco, señor.
–¿Un extranjero?
–Eso sí.
Tras averiguar mi
nacionalidad, el guardia se atrevió con unas palabras en castellano.
Me las habían repetido muchos yugoslavos, que las aprendían en la
escuela, junto a nombres como el de la Pasionaria o Pablo Neruda.
–¡¡NO PASARÁN!!
Yo tampoco pasé al
otro lado de aquellos montes nevados, donde me aseguraron que solo
encontraría lobos, bandidos y miseria.
El Acrópolis Exprés
partía de Alemania, atravesaba los Alpes, se internaba en la noche
de los Balcanes, y amanecía entre las nieves del Olimpo y las playas
del Egeo. Grecia era el país capitalista vecino, donde se podía
comprar de todo (si tenías dinero, claro) y explorar las maravillas
del mundo antiguo. En la frontera de Gevgelija el tren se demoraba un
par de horas. Los veteranos de la ruta sabíamos que era más barato
sacar un billete desde Skopje hasta la frontera, y otro en la parte
griega. Pero a los revisores no les hacía ninguna gracia. Un revisor
enfurecido me hizo comparecer ante la Milicia. Me pidieron el
pasaporte. Me preguntaron cuánto tiempo llevaba en Yugoslavia.
–Un año.
–Es mucho tiempo.
Deberías haber aprendido el idioma.
Como reproche, no
estaba mal. Y para mostrarme su conocimiento de las cosas de España,
me recitaron la alineación completa del Real Madrid. El
interrogatorio prosiguió:
–¿Tú eres del
Real Madrid o el Barcelona?
Les dije que no me
gustaba el fútbol. Grave error: eso era peor que colarse en el tren.
Me amenazaron con una multa: quién sabe si por el asunto del
billete, la cuestión lingüística o la deportiva.
Ya no sé si el
Acrópolis Exprés recorrerá la noche oscura de los Balcanes.
Yugoslavia ya no existe. El país que me acogió como lector en la
Universidad de Skopje son ahora seis o siete países. Se derramaron
ríos de sangre. Se multiplicaron las fronteras para separar a los
pueblos; se tendieron alambradas de espino entre lenguas y religiones
para mayor gloria de sus poetas y sus dioses. En España el
desgarramiento ajeno inspiró metáforas y analogías obscenas entre
los afectos a las identidades asesinas.
De vuelta a casa,
supe que el río Vardar es el Axio de los antiguos clásicos. No me
esperaba tal honor del río que me acompañó en tantos vagabundeos
solitarios por barrios desaliñados y humildes arrabales. Sin
embargo, Homero lo cita en La
Ilíada.
Asteropeo, hijo de Pelegón,
proclama
ante Aquiles: Mi
linaje remonta al Axio, de ancha corriente, el río Axio, que expande
el agua más bella sobre la tierra.
Son sus últimas palabras antes de que el Pelida acabe con él: y
todas las vísceras se derramaron por el suelo y la oscuridad cubrió
sus ojos, al agonizar.
A Pelegón lo había
engendrado el río Axio con Peribea, y su descendencia murió en
Troya, Bosnia, Ruanda, Irak… Ulises sobrevivió a la guerra,
regresó a Ítaca, pero un buen día se acordó de las sirenas y se
hizo a la mar. Aún sigue navegando, y nosotros soñando con él.
Publicado en la revista escolar Max Estrella, 18, 2008.
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