Los
profesores de lengua y literatura debemos ser los primeros en
prevenir a los alumnos contra las majaderías del nacionalismo
lingüístico, en denostarlo y denunciar sus falsedades. Entiéndase
que si un nacionalismo nos resulta ofensivo, es el de nuestra propia
lengua, entre otras cosas porque nos recuerda sobremanera al de los
que se consideran ofendidos por nosotros.
Los
profesores de castellano tenemos mucho que decir sobre este
asunto. La marca de lengua útil para la comunicación internacional
y para la inserción en el mercado global es la última tendencia en
el enaltecimiento del idioma patrio. No conformes con exaltar su
importancia cuantitativa, hay quienes proclaman -y se quedan tan
frescos- que el español es una lengua para la paz o una
lengua que no se impone a nadie: en definitiva, una especie de
lengua amiga para ligar en los cursos Erasmus, más atractiva
que la envarada compañera del imperio que describió el gramático Nebrija. Es
verdad que algunas lenguas, quizá solo una, son necesarias para
triunfar en la vida, por lo que todo hijo de vecino quiere
aprenderlas, y no duda en gastar una fortuna para pagarse cursos y
estancias con familias nativas, de modo que se expanden sin que haga falta disparar un tiro, simplemente porque la gente se empeña
en hablarlas. Entre estas lenguas mundiales quiere figurar el
castellano o español; idioma hablado por 200, 300, 400 o
500 millones de personas, centenar de millones más o menos.
¿Y
qué decir del tan traído y llevado don Quijote, a quien últimamente
vemos envuelto en los colores rubicundos de la bandera nacional, ya
sea en un partido de fútbol o en una manifestación en defensa de la
familia, y se nos antoja más Caballero de la Triste Figura que
cuando recorría los campos de la Mancha abatiendo molinos de viento?
Dejemos bien claro que el Quijote no pertenece a una nación o
comunidad lingüística, sino a sus lectores. Vamos, que si un
congoleño o un finlandés leen el Quijote, ingresan por legítimo
derecho en el selecto club de los lectores del Quijote; un español
que se jacta de no haberlo leído ni siquiera cuando se lo mandaron
en el Instituto (vagancia comprensible), será todo lo español que
quiera, devoto de Iniesta o Rafa Nadal, pero no de Cervantes.
Recordemos a los alumnos que el territorio de La Mancha es el
territorio de un sueño, no de una lengua imperial.
Tampoco
nos tomemos muy en serio el tema de los orígenes ancestrales y el
supuesto genio del idioma. Los factores históricos que contribuyeron
a la expansión del castellano son ajenos a un
designio o a una bondad intrínseca de la lengua, que es un producto
social en cambio continuo, como las sociedades que se
sirven de ella. Animemos a los estudiantes a que exploren las sierras
de la Rioja, y si buscan del lugar de nacimiento del castellano, que indaguen en los pesebres antes que en los scriptoria de los monasterios.
Por
último, no olvidemos que somos profesores de lengua castellana, y
que cuidamos y queremos esta lengua, como otros cuidan y quieren la
suya. Y que como nos ganamos el jornal gracias a ella, tal vez la
queramos un poco más, por lo que pedimos disculpas.
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