Terminé la novela
Samarkanda, de Amin Maaoluf, y me entraron unas ganas enormes
de leer al poeta persa Omar Jaiyan. Los versos de Omar Jaiyan me
llevaron por diversos rodeos a la Embajada a Tamerlán, de Ruy
González de Clavijo. Luego devoré un manual de lingüística
indoeuropea de más de quinientas páginas, del que saqué en limpio
un puñado de extrañas raíces iranias. Durante varias semanas
fantaseé con los países del Asia central. Soñaba con escalar el
monte Elbruz y ver las aguas del río Oxus. También gozar de los
placeres del vino en amable compañía.
Así pasaba las noches en
vela, enfrascado en la lectura de los libros verdaderos. A primera
hora de la mañana salía a pasear al campo, en cuya soledad me recreaba con la charla de algún cazador solitario y los ladridos de su galgo corredor. A lo lejos, en lo
alto de un cerro, braceaban los molinos de un parque eólico, y a mí
me parecían gigantes.
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