Faltas de ortografía: aún son pocas

 
Leo en un artículo que publicó hace pocos días El País declaraciones de intelectuales indignados por las faltas de ortografía que cometen impunemente los estudiantes universitarios, de las cuales faltas se culpa en parte a la perniciosa influencia del lenguaje de los SMS. Los más radicales postulan mano dura en las aulas, y en las conclusiones se abre un resquicio a la esperanza de que la reforma educativa en ciernes acabe con esta lacra o atenúe al menos sus efectos. Echo de menos, por cierto, que la periodista no haya consultado la opinión de ningún maestro de primaria o maestro de primeras letras, como se decía antes, pues ellos -y nosotros, los profesores de Instituto- son los primeros en la tarea de limpiar, fijar y dar esplendor al idioma, con o sin el permiso de los académicos.
Yo no me hago ilusiones de que este problema lo vaya a solucionar ni paliar la contrarreforma educativa con que nos amenaza el gobierno. Permítaseme dudar de que determinadas modas pedagógicas -como la manía de que los niños aprendan las Ciencias en una lengua extranjera; monomanía convertida en vara de medir la calidad educativa, banderín de enganche de los colegios y blasón de orgullo de las administraciones educativas- contribuyan un ápice a que los estudiantes mejoren su ortografía del castellano; ni que otras medidas estelares de la conocida como ley Wert, sea la reducción de las plantillas de profesores o la proliferación de evaluaciones punitivas, sirvan para maldita la cosa en aras de la instrucción pública.

La buhardilla, Carl Spitzweg

La generalización de la enseñanza hace odiosas las comparaciones entre lo bien que supuestamente se escribía antes y lo mal que se escribe ahora. Es obvio que en ese antes mítico, que tanto añoran los nostálgicos de los viejos tiempos, incluidos no pocos profesores, había menos prevaricadores de la ortografía por la sencilla razón de que había menos personas que tuvieran acceso a la escritura. Los que antes no sabían hacer la o con un canuto, porque eran analfabetos, ahora, gracias al barniz de cultura que adquieren en la televisión, en la calle e incluso en la escuela, osan mancillar la pureza del idioma con su torpe jerigonza de mensajería electrónica. Y los apocalípticos claman: ¡Vade retro, Satanás! En el artículo aparece un cuadro con datos esclarecedores sobre el hábito de la lectura en España. Según el barómetro de 2012, 75 de cada cien mujeres en el tramo de edad comprendido entre los 14 y 24 años se declaran lectoras, mientras que solo el 40% de los hombres mayores de 55 años reconoce leer libros. Hay más gente que lee, sí, y más gente que escribe. No nos referimos solo a escritores de altos vuelos literarios -que también-, sino a personas corrientes que mandan y reciben mensajes por correo, han de leer y firmar un sinfín de documentos, asisten a la escuela como mínimo hasta los dieciséis años y a cursos varios a lo largo de toda su vida. Ya lo apuntaba García Márquez en su famoso discurso de las haches rupestres: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual.
Dice el dicho popular que quien tiene boca se equivoca. Lo saben bien los periodistas, que sufren continuas críticas -de los académicos desde su torre de marfil, y de los cultos espontáneos en los foros populares- por incorrecciones en el uso del lenguaje. ¡Cómo no van a equivocarse si su oficio es el paradigma de las prisas, la inmediatez y la fugacidad de la palabra en las sociedades modernas! ¿No están los camioneros más expuestos a sufrir accidentes de tráfico, y los albañiles a caerse del andamio, que los profesores de literatura? Imaginemos un buen periódico comprometido con el cuidado del idioma, que invierte en correctores de estilo, da un periodo de reflexión a los textos, fomenta la formación continua de sus profesionales... ¿Cuánto tiempo sobreviviría un medio tan melindroso en la voraz sociedad de la información? Los errores se han vuelto más visibles porque la escritura ha dejado de ser un recurso elitista, reservado a una minoría selecta y a unos usos herméticos. Ya no es patrimonio exclusivo de escribas, clérigos o la clase social dominante. La rutina de usar y tirar ha profanado la sacralidad de los textos escritos.
Solo a los que no tienen hijos en edad escolar, los desmemoriados y los granujas, se les ocurre presentar el sistema educativo como un guirigay donde todo vale y se desprecia la cultura del esfuerzo. No es cierto. Los contenidos de Lengua y Literatura -la materia que yo imparto- no han sufrido ninguna merma desde mi época de estudiante en los años 70 del siglo XX. Los alumnos de Secundaria actuales estudian la ortografía, la literatura medieval, la conjugación y las oraciones subordinadas igual que los cráneos privilegiados anteriores a la denostada LOGSE. Valga como ejemplo una unidad didáctica del libro de texto de 4º ESO (16 años), elaborado por la editorial Oxford, que utiliza mi departamento: en la parte de comunicación, los alumnos tienen que aprender a redactar cartas comerciales y administrativas; en la sección de gramática, se analizan las oraciones comparativas, causales y consecutivas; en la de léxico, las palabras compuestas; en ortografía, el uso de los signos de puntuación, y la diferencia entre conque, con que y con qué; por fin, en literatura, entra a saco toda la Generación del 27. De similar hechura son las doce unidades del libro: cuatro por trimestre, a razón de tres sesiones por semana. Pues lo que se ha rebajado es el número de horas de dedicación exclusiva a la asignatura de Lengua; no porque se marginen las Humanidades, sino porque los currículos escolares se hinchan alegremente como los globos en las fiestas de cumpleaños. Exigimos a nuestros estudiantes que escriban bien, dominen un par de idiomas extranjeros, se manejen con la informática, tengan una buena base científica, no sean unos analfabetos musicales, sepan poner en marcha un negocio, practiquen deportes, conozcan la Constitución, jueguen al ajedrez, adquieran hábitos alimenticios saludables... Todo ello, por supuesto, para que sean más competitivos, no mejores personas.
Así que, señores cultos latiniparlos: a mí lo que me admira es que mis alumnos de 12 a 18 años no peguen más patadas al idioma, y que siguiendo las doctrinas económicas al uso, no lo hayan reconvertido en un código rudimentario de monosílabos y emoticones; y saneado y rescatado de tanta palabrería inútil en beneficio de una comunicación más eficaz y rentable. Pidan ustedes sosiego, reflexión, lectura y crítica en las aulas. Y la alta velocidad, para los trenes... o tampoco.

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