Si la lengua
y el estilo entrañan dificultades insalvables, o tenéis que
enfrentaros a ellos por estricta obediencia al guion académico,
mejor no leáis los clásicos, enseñaba la profesora N... a sus
alumnos de Secundaria, saltándose por las bravas los programas
oficiales e irritando a quienes no cejaban de augurar el regreso de
los bárbaros y el atronar siniestro de las trompetas del
apocalipsis. No obstante, a cambio de aliviar a los alumnos de la
pesada carga de la lectura obligatoria, les hacía escuchar en clase
fragmentos de las obras cuyo análisis formal desaconsejaba, y que ella
misma leía en voz alta con cómico empaque:
Y,
diciendo y haciendo, se metió por esos aires como por una viña
vendimiada, meando la pajuela a todo pajarote y ciudadano de la
región etérea, a fuer de los de la jerigonza crítica, y don
Cleofás se entró a tomar posada...
-¿Verdad
que no habéis entendido ni jota?
-Sí, que el
pájaro se mea por la pata abajo.
-No,
exactamente. Quien emprende el vuelo es un diablo cojo, que parte del
mesón de la Sevillana rumbo a Constantinopla con el propósito de
alborotar el harén del Gran Turco y llevar la discordia a su
gobierno, para regresar antes de que amanezca por los cantones de
Suiza haciendo nuevas travesuras que le reconcilien con el amo,
Lucifer.
Por suerte
para sus alumnos, N... no era muy exigente en los exámenes y se
conformaba con que estos aprendieran dos o tres datos de las obras
que comentaban en clase. Al llegar a la lección de El diablo
cojuelo, se limitaba a resumirles las andanzas del estudiante
Cleofás, perseguido por una mujer despechada y acompañado de un demonio travieso
que se había escapado del frasco de vidrio de un astrólogo. Al cabo -añadía ante
el interés mostrado por una alumna ejemplar- el Estudiante se libra
de la denuncia que le había interpuesto su hostigadora gracias a un
soborno; y el demonio, a quien acosan los diablos Cienllamas, Chispa
y Redina, se cuela por la boca de un escribano y concluye su
peripecia en los infiernos.
Con ello,
N... dejaba la novela vista para sentencia. En el futuro, quién
sabe, tal vez unos pocos, una minoría selecta, se animara a leerla y
fuera capaz de disfrutarla como es debido; a otros, acaso les quedara
el vago recuerdo de la peregrina amistad de un estudiante bohemio y
un diablo zascandil; el resto, probablemente la mayoría, acabaría
olvidándola por completo... sin que ello supusiera ningún trauma
para nadie. Pero al menos una vez, en una clase de Literatura de su
lejana adolescencia -se consolaba N...-, a todos les fue otorgado el
don de contemplar tanta diversidad de hermosuras y de galas, que
parecía que se habían soltado abril y mayo y desatado las
estrellas. Gracias a la magia
del Diablo Cojuelo.
Luis
Vélez de Guevara, El diablo cojuelo,
edición de Enrique Rodríguez Cepeda, Cátedra, 2011, 6ª ed.
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