En Islandia, hace algunos
años, asistí a un curso sobre educación intercultural del Programa
Comenius. Durante una semana, un grupo de profesores de diferentes
países de Europa nos reunimos en el hotel de un pueblo del fin del
mundo para tratar de migraciones, xenofobia, aprendizaje cooperativo
y otros asuntos que parecían ciencia ficción en aquel escenario
idílico. En Stykkishólmur la oscuridad era casi perpetua y la
ventisca aullaba sin cesar.
En mi bolsa de viaje
había metido un ejemplar de la Edda Menor de Snorri
Stúrluson. Así que después de las sesiones y talleres didácticos,
en los que aprendíamos que toda cultura es mestiza y está bien que
así sea, leía en mi habitación con vistas al fiordo tenebroso:
Entonces preguntó Gangleri: -¿Qué puede decirse del Ocaso de
los Dioses? Nunca hasta ahora he oído hablar de eso.
El Alto respondió: -Muchas y grandes cosas pueden decirse sobre
él. Lo primero habrá un invierno, el llamado Gran Invierno;
soplarán entonces desde todos los confines tormentas de nieve...
Recorrimos la península
de Snaefellsnes, donde se yergue el Snaefellsjökull, por cuyo
cráter se accede al centro de la tierra según la novela de Julio
Verne. No puedo presumir de haberlo contemplado, pues la niebla
impedía ver a un palmo de distancia. Pero allí se adivinaban, tanto
en la bruma como en la voz antigua de Snorri Stúrluson, las cascadas
atronadoras, los páramos volcánicos y los ríos de hielo de los
glaciares.
Volar al sur (vía
Londres) era volver a la rutinas, ingratos quehaceres, nimiedades y
bagatelas del curso escolar. Cegados por la nostalgia, recordamos en
nuestras clases al poeta del sur que soñó Islandia en los volúmenes
de una biblioteca infinita:
Qué dicha para todos
los hombres,
Islandia de los mares,
que existas.
Islandia de la nieve
silenciosa y del agua ferviente.
Islandia de la noche
que se aboveda
sobre la vigilia y el
sueño.
Snorri Stúrluson, Edda
Menor, traducción de Luis Lerate, Alianza Editorial, 2004
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