Libros de mochila (III): Blues castellano

Montaña oriental, León

 
Siempre llevo un libro en mis excursiones por la montaña. Puede ser una guía de estrellas, un manual de supervivencia de los marines o un catálogo razonado de excrementos de animales salvajes. Si se tercia, unas hojas de hierba: perdón, unas hojas de poesía.
También llevo un poco de queso y un cacho de pan, por si me suenan las tripas en lo alto de las lomas.
Hace días cayó una nevada que cubrió los picos, los valles y los páramos de las provincias de la Meseta, por lo que el gobierno decretó el estado de alerta, como si un meteorito nos trajera el fin del mundo y la extinción de los dinosaurios. Pero yo sabía un sitio entre las hayas ideal para leer poesía. Aunque me hundiera en la nieve hasta la cintura, no pensaba quedarme en casa viendo las mentiras de la televisión.
El problema es que, cuando llegué a mi lugar favorito entre las hayas, soplaba un viento helado. El viento formaba remolinos de nieve y yo no sentía los dedos de las manos. Para mayor fastidio, si me ponía los guantes, no podía pasar las páginas del libro de poesía. La ventisca lo zarandeaba y amenazaba con desencuadernarlo. Dicen que a la muerte por congelación le precede un sueño dulce: esos síntomas eran precisamente los que yo empezaba a sentir.
Para sobrevivir como un marine en tierra hostil, aún me quedaba el bocadillo de queso. Lástima que a falta de un vaso de vino, el queso no me asentara en el estómago. Emprendí el descenso a toda prisa, temeroso de que me diera un corte de digestión.
Cerca del pueblo había un cuadra de ovejas y un puñado de fieros mastines que guardaban el rebaño. Debieron de pensar que yo era el lobo, así que en la carrera perdí el libro, ay, mi buen libro de poesía. ¿Quién era el valiente que acudía en su busca, perseguido por bestias de belfos babeantes? Yo no estaba dispuesto a arriesgar mi vida, ni siquiera por un libro de poesía.
A la mañana siguiente, antes de que soltaran a los mastines, volví a recuperar el libro. El termómetro marcaba trece grados bajo cero, de modo que el volumen se había conservado intacto, como el cadáver de Otzi en los hielos del Tirol. Busqué un sitio resguardado y abrí una página al azar. Era Blues castellano, de Antonio Gamoneda. Los versos decían:

La nieve cruje como pan caliente
y la luz es limpia como la mirada de algunos seres humanos,
y yo pienso en el pan y las miradas
mientras camino sobre la nieve.

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