Montaña oriental, León |
Siempre llevo un libro en mis excursiones por la montaña. Puede ser una guía de
estrellas, un manual de supervivencia de los marines o un catálogo
razonado de excrementos de animales salvajes. Si se tercia, unas hojas de hierba: perdón, unas hojas de poesía.
También llevo un poco
de queso y un cacho de pan, por si me suenan las tripas en lo alto
de las lomas.
Hace días cayó una
nevada que cubrió los picos, los valles y los páramos de las provincias de la Meseta, por lo que el gobierno
decretó el estado de alerta, como si un meteorito nos trajera el fin
del mundo y la extinción de los dinosaurios. Pero yo sabía un sitio
entre las hayas ideal para leer poesía. Aunque me hundiera en la
nieve hasta la cintura, no pensaba quedarme en casa viendo las
mentiras de la televisión.
El problema es que, cuando llegué a mi lugar
favorito entre las hayas, soplaba un viento helado. El viento formaba remolinos de
nieve y yo no sentía los dedos de las manos. Para mayor fastidio, si me ponía los
guantes, no podía pasar las páginas del libro de poesía. La
ventisca lo zarandeaba y amenazaba con desencuadernarlo. Dicen que a la muerte por congelación le precede un sueño
dulce: esos síntomas eran precisamente los que yo empezaba a sentir.
Para sobrevivir como un
marine en tierra hostil, aún me quedaba el bocadillo de queso. Lástima que a falta
de un vaso de vino, el queso no me asentara en el estómago. Emprendí
el descenso a toda prisa, temeroso de que me diera un corte de
digestión.
Cerca del pueblo había
un cuadra de ovejas y un puñado de fieros mastines que guardaban el
rebaño. Debieron de pensar que yo era el lobo, así que en la carrera perdí
el libro, ay, mi buen libro de poesía. ¿Quién era el valiente que
acudía en su busca, perseguido por bestias de belfos babeantes? Yo
no estaba dispuesto a arriesgar mi vida, ni siquiera por un libro de
poesía.
A la mañana siguiente,
antes de que soltaran a los mastines, volví a recuperar el libro. El
termómetro marcaba trece grados bajo cero, de modo que el volumen se
había conservado intacto, como el cadáver de Otzi en los hielos
del Tirol. Busqué un sitio resguardado y abrí una página al azar.
Era Blues castellano, de Antonio Gamoneda. Los versos decían:
La nieve cruje como pan
caliente
y la luz es limpia como
la mirada de algunos seres humanos,
y yo pienso en el pan y
las miradas
mientras camino sobre
la nieve.
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