Nieves muchas, caminos ásperos, gente ninguna. Viaje al Gran Norte de Cervantes

 

Estos días de nevadas copiosas y paseos por la montaña del Alto Cea me he acordado del Persiles (1617), la historia septentrional a la que Miguel de Cervantes dedicó sus últimos desvelos, elogió con orgullo y no llegó a ver publicada en vida.
En particular, recordaba un episodio de Persiles, II, 18, donde se cuenta que el barco en que navegaba Periandro quedó atrapado -o empedrado- entre los hielos del Ártico. Una escuadra de más de cuatro mil personas armadas lo asaltó de improviso, conminando a los náufragos a rendirse sin ofrecer resistencia. Lo curioso del caso -aparte de que los atacantes se expresaran en lengua polaca y se declararan súbditos de un tal rey Cratilo de Bituania-, es la descripción que el autor nos ofrece de la manera en que estos se deslizaban con esquíes sobre la banquisa. ¿Habría visto Cervantes esquiadores en alguna de sus travesías por las montañas de Europa? Como es sabido, Cervantes fue un gran viajero por la cuenca mediterránea, desde el Levante al norte de África, pero su conocimiento del mundo nórdico, en el que se ambientan los dos primeros libros de Persiles, era de índole erudita. Avalle Arce, en el estudio introductorio a su edición de Castalia, cita como fuentes probables la Historia de gentibus septentrionalibus de Olaus Magnus, publicada en Roma en 1555; y la obra de Antonio de Torquemada, Jardín de flores curiosas, que salió en Salamanca en 1570, y que pocos años después pasaría a figurar en el Índice de los libros prohibidos por la Inquisición de Portugal (1581) y de España (1632).
El periplo inicial de los fugitivos de la isla Bárbara transcurre en un Norte gélido y tenebroso, que se corresponde con países de la geografía real, como Noruega o Dinamarca; espacios pertenecientes al mito, como Tule; o invenciones novelescas, como la Isla Nevada. Aunque el viaje es el trasunto de una peregrinación simbólica desde la barbarie a la civilización, desde el mundo pagano a Roma, centro del orbe cristiano; y aunque el género bizantino en que se inscribe el Persiles exigía cierta dosis de verosimilitud, lo maravilloso constituye un ingrediente esencial de la primera parte de la novela, amparado sin duda en el exotismo que para los lectores de la época rodeaba al oscuro Septentrión.
Así en Persiles, I, 5, el bárbaro español arriba a una isla despoblada de gente humana, aunque llena de lobos, que por ella a manadas discurrían; el susto no queda ahí, porque un lobo se dirige a él en perfecto castellano y le advierte del riesgo de morir hecho pedazos por nuestras uñas y dientes.
En el capítulo octavo del primer libro, Rutilio cuenta que huyó de su prisión gracias a una hechicera, más o menos cómodamente montado en una alfombra voladora. Cuando llegaron a un lugar desierto, la maga inicia un escarceo amoroso, pero para espanto de Rutilio la lujuriosa mujer que lo abrazaba se convierte de repente en loba; y luego, cuando la atraviesa con el cuchillo, recupera la figura humana.
En Persiles, I, 18, Mauricio y Arnaldo mantienen un curioso coloquio sobre el tema de la licantropía. Arnaldo, príncipe de Dinamarca, está convencido de que en Inglaterra las manadas de hombres-lobos campan a sus anchas, en pavorosa hueste. Mauricio lo desengaña, le explica en qué consiste la manía lupina, cita a Plinio y aporta el ejemplo del lupo mannaro de Sicilia o lobo devorador de seres humanos.
En el libro II, 8, aparece la encantadora Cenotia, de estirpe agarena y seguidora de Zoroastes, prófuga de los mastines de la Inquisición, que lanza un alegato en defensa de las magas: Pero nosotras, las que tenemos nombre de magas y de encantadoras somos gente de mayor cuantía; tratamos con las estrellas, contemplamos el movimiento de los cielos, sabemos la virtud de las yerbas, de las plantas, de las piedras, de las palabras, y juntando lo activo a lo pasivo, parece que hacemos milagros, y nos atrevemos a hacer cosas tan estupendas, que causan admiración a las gentes, de donde nace nuestra buena o mala fama: buena si hacemos bien con nuestra habilidad, mala si hacemos mal con ella.
En el libro I, 12, nos sorprende una descripción de la metamorfosis de las barnaclas. En efecto, ciertas creencias tradicionales consideraban a estas aves de la familia de las anátidas, y que crían en las regiones circumpolares, crustáceos desarrollados, una especie de percebes adultos. También en II, 15, hay otra cita de la zoología fantástica: un monstruo marino con forma de serpiente, que engulle a un tripulante del navío de Periandro.
Poca gente asociaría toda esta profusión de elementos maravillosos con la literatura de Cervantes. Cuando en el libro tercero los peregrinos avistan la ciudad de Lisboa, en vez de gritar ¡Tierra!, ¡Tierra!, les dan ganas de gritar ¡Cielo!, ¡Cielo! Queda atrás el Norte bárbaro, con sus yermos helados y costumbres paganas. A estas alturas, los lectores medianamente torpes ya hemos perdido la cuenta de quién es quién en esta archienrevesada trama; no obstante, nos queda el gusto de una incursión fabulosa en un territorio donde las nieves eran muchas y los caminos ásperos, y la gente ninguna. Otro Cervantes distinto del de las llanuras ardientes a las que nos tiene acostumbrado el imaginario del arte contemporáneo; llanuras ardientes que, dicho sea de paso, ni siquiera existen en el Quijote, cuya Mancha ostenta más similitudes con la Arcadia o Bretaña artúrica, que con los paisajes de Azorín.




Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, edición de Juan Bautista Avalle-Arce, Castalia, 2001.


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