Una vez le preguntaron a
la profesora N. que cuál era su libro favorito, y ella respondió:
-El National
Geographic Atlas of the World.
Con lo cual los
entrevistadores se quedaron boquiabiertos, alelados y un tanto
recelosos; en parte, porque no se imaginaban a nadie en sus cabales
llevándose un voluminoso atlas del mundo a una isla desierta, a un
búnker o al cuarto de baño; y en parte, porque lo menos que se le
podía pedir a una profesora de literatura castellana era que barriese
para casa y se declarase adepta incondicional de Cien años de
soledad o los Cantos de vida y esperanza, por citar un par
de tópicos razonables.
Sin embargo, no hubo
manera de sonsacarle otro título. Como excusándose por la
simplicidad de su respuesta, N. explicaba que no hay palabras más
evocadoras que los nombres de lugar, señaladamente los que no se
entienden pero lo dicen todo: Ulán Bator, Uagadugú, Adís Abeba...
ignoramos qué significan en sus respectivos idiomas; y, sin embargo,
quién no ve al nómada de Mongolia, o al negro altivo bajo el sol
ecuatorial, cuando oye pronunciar tan exóticos vocablos. Se
lamentaba al fin de que la poesía contemporánea fuera, grosso modo, una poesía
sin geografía ni historia, que en aras de una universalidad
abstracta expresa sentimientos mostrencos, emociones que campan a sus
anchas en una nebulosa donde no existen aldeas, ciudades ni caminos.
Antes las ninfas criaban como las truchas en el río Tajo; y las
huestes de Pentapolín, rey de los garamantas, galopaban por el
páramo manchego camufladas entre rebaños de ovejas.
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