Digan lo que quieran los poetas, a mí el invierno me
gusta más que la primavera. El invierno con sus brumas melancólicas,
temporales y ventiscas es sin duda la estación más literaria del
año lírico, en pugnaz competencia con el otoño. Si a los meteoros
adversos añadimos algún otro motivo lúgubre, una pincelada
tenebrista -como una manada de lobos aullando a la luna clara-,
entonces, ¡qué visión tan conmovedora! ¡Si hasta apetece quedarse
en casa al amor de la lumbre y los buenos libros!
En cambio, salgo a pasear
por el campo tras varias semanas de lluvia persistente. Luce el sol y
un verdor maravilloso alegra el paisaje. ¿Cómo no ha de ser
Primavera la niña bonita de los cantores bucólicos? No le
reprocho a la primavera / que llegue de nuevo -advierte, sin
embargo, la poetisa polaca Wyslawa Szymborska-. No me quejo de que
cumpla / como todos los años / con sus obligaciones.
Porque a primera hora de
la mañana, hace un frío que pela; mientras a mediodía, no hay
quien soporte el calor. Cuando me interno en la ribera boscosa del
Miño, una nube de mosquitos me envuelve como a un excremento
andante. Si se me ocurre abrir la boca para quejarme del acoso, me
almuerzo un puñado de bichitos. Claro que para animales repugnantes,
no hay quien iguale a las culebras. En invierno, cuando los osos y
las serpientes están catatónicos en sus guaridas, el paseante no ha
de temer encuentros desagradables como el que me asalta a mí en un
prado de la vega. El ofidio se cruza en medio de mi camino haciendo
que la bicicleta se encabrite como un caballo despavorido. Ya sabemos
que a un reptil, primero se le aplasta la cabeza a pedradas, y luego
se le pregunta si era venenoso o no. Vamos, que todo reptil es una
víbora ponzoñosa mientras no se demuestre lo contrario. El
espectáculo de las anillas escamosas deslizándose entre las flores
hace revivir en nosotros el bárbaro de la infancia que nunca dejamos
de ser.
Las flores merecen un
capítulo aparte. Las florecillas silvestres han inspirado un sinfín
de poemas sobre lo efímero de la vida y la belleza, como la pura,
encendida rosa, / émula de la llama, que tan pesarosas
cavilaciones inspiró a Francisco de Rioja; o la de Góngora, a la
que el poeta le espeta sin rodeos culteranos: Ayer naciste y
morirás mañana. / ¿Para tan breve ser, quién te dio vida? Ver
una amapola en un ribazo y acordarse del carpe diem es todo
uno. Y son muchos más los inconvenientes de esta bisutería
primaveral consignados por la tradición literaria, como las espinas
o venenos con que defienden sus traicioneros encantos.
A los pocos kilómetros
de pedalear por trochas polvorientas, el calor se vuelve tan intenso
que pasamos sin transición del arrobo al sofoco, del éxtasis a la
lipotimia. Quienes han de trabajar el campo se afanan descamisados,
sudando la gota gorda, al mando de potentes tractores agrícolas.
Pues nada de bueyes ni arados romanos, Mecenas, nada tan gozosamente
natural como el Éter fecundando a su fértil esposa: Dicendum et
quae sint duris agrestibus arma, o romanceando a Virgilio, hay
que hablar también de las armas del recio labrador.
En la orilla frondosa del
río, una hermosa bañista pone a remojo su melena de oro molido: ¿es
una ninfa de las églogas clásicas o un anuncio de cosméticos de
L'Oréal? Da lo mismo, es la primavera y basta. No se le puede
reprochar a la primavera su frescura y descaro juveniles. Los que
preferimos el invierno somos unos raros, como el solitario Henry
David Thoreau, quien en su retiro de Walden, recibía la visita de un
poeta al que no le importaba arrostrar los rigores del invierno de
Massachusetts: Pero era un poeta quien venía a mi refugio desde
más lejos, salvando las nieves más densas y las tempestades más
estremecedoras. Un labrador, un cazador, un soldado, un periodista e
incluso un filósofo podían ceder al temor; pero nada intimida al
poeta, pues es el amor lo que le mueve... Juntos hacíamos resonar de
alegría sin freno aquella casita, que recogía también el murmullo
de mucha y sensata conversación, compensando así al vallecillo de
Walden por sus largos silencios.
Largos silencios del
valle nevado, alegría de una amistad verdadera y sensata
conversación: lástima que entre las lecturas de Thoreau no
figuraran las letrillas de Góngora:
Cuando cubra las
montañas
de blanca nieve el
enero,
tenga yo lleno el
brasero
de bellotas y castañas,
y quien las dulces
patrañas
del rey que rabió me
cuente,
y ríase la gente.
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