Karl Bulla, Trams on the Frozen Neva River, 1900 |
Cuando era lector en Yugoslavia, en el año 1989, conocí a un profesor ruso que me causó singular efecto. La verdad es que nos tratamos en contadas ocasiones, y que la diferencia de idiomas y edad hacía difícil una intimidad amistosa. Me lo presentaron en la Universidad Cirilio y Metodio de Skopje como un especialista en culturas eslavas. Durante dos o tres semanas iba a impartir una serie de lecciones magistrales en la Facultad de Filología. El hombre rondaba los cincuenta años. Se alojaba en la Residencia de Lectores, en el barrio de Aerodrom, como yo y los otros profesores extranjeros, así que era probable que volviéramos a vernos.
De no
ser por la boina, que le daba cierto aire bohemio, hubiera
representado el perfecto hombre gris, a medio camino entre el sabio
distraído y el adusto funcionario soviético, tal como solía
caricaturizar a estos la imaginería occidental de la época.
Al no
tener ninguna lengua en común, nos comunicábamos en un rudimentario
código franco, cuyo vocabulario se reducía a un puñado de palabras
eslavas, latinas e inglesas, sin orden sintáctico, pero con un surtido
despliegue de gestos expresivos y cambios de volumen tan inútiles
como inevitables cuando se habla con extranjeros. El hallazgo de un
término ruso que se pareciera a otro macedonio que yo fuera capaz de
comprender era recibido con euforia por las dos partes, como si
acabáramos de descubrir que, en efecto, el mundo es un pañuelo, y
agitáramos el pañuelo en señal de alegría.
El
mismo día de las presentaciones, encontré al ruso perplejo en la
puerta de la Facultad de Letras. Buscaba el autobús que lo
llevara al barrio, pero no sabía dónde tenía la parada. Aunque yo solía hacer a pie el
trayecto de la Universidad a Aerodrom, lo que me
llevaba cerca de media hora, cruzando el río Vardar y pasando por la
estación de ferrocarril, me sentí obligado a acompañar al eminente sabio
soviético. En el autobús atestado de pasajeros, nuestra charla de
besugos debía de sonar ridícula. Yo cité los nombres de Chéjov,
Tolstói, Dostoievski... para manifestarle mi entusiasmo por los
clásicos de la literatura rusa. Cuando llegamos a nuestro destino,
le mostré dónde estaba la tienda del barrio y lo dejé haciendo la
compra. Aerodrom era un barrio relativamente nuevo, con edificios de
ladrillo y amplios espacios verdes. La ciudad había aprendido la
lección del terremoto que la devastó en 1963. La Residencia de
Lectores, un bloque anodino como todos los de la zona, daba a una
plazuela que servía de aparcamiento, rodeada de árboles, y con un comercio en el que se vendía lo justo para salir del paso.
Una
tarde de invierno, ya oscurecido, cuando había terminado de cenar y
recoger la cocina y estaba preparando las clases del día siguiente,
llamaron a la puerta del apartamento. Hacía tanto frío que me había
puesto un chándal encima del pijama y paseaba de un lado a otro de
la habitación para que se me desentumecieran los pies congelados.
Solo podía ser algún compañero de la casa, por lo que no me
importaba ser sorprendido en tan hogareño atuendo: en general, había
un buen ambiente de camaradería entre nosotros y ni siquiera
solíamos molestarnos en cerrar las puertas de los apartamentos con
llave. El lector norteamericano acudía con frecuencia a tomar un café y
practicar el castellano que había aprendido en Costa Rica; si se
unía a la tertulia la profesora de turco, nos pasábamos al inglés,
y nos divertíamos, por ejemplo, despellejando a nuestro colega
italiano, un tipo mayor que nosotros, de costumbres intemperantes y
aureola de galán entre las alumnas. Sin embargo, el recato con que
golpearon la puerta y el silencio subsiguiente me hicieron sospechar
que se trataba de una visita inesperada.
El
visitante era el profesor ruso, cuyo nombre no recuerdo o nunca supe.
Como para despejar dudas, el hombre, azorado tal vez por lo
inoportuno de su presencia, quiso ir directamente al grano y me preguntó
si tenía dinero español. Para hacerse entender solo le
faltó representar que esgrimía una pistola y me exigía la bolsa o
la vida; en cuanto a mí, solo me faltaba levantar las manos en señal
de auxilio, como si en verdad fuera víctima de un atraco.
Naturalmente
le dije que no y me puse a la defensiva ante lo que preveía un
persistente y machacón pordioseo. A fin de cuentas, no era nuevo en
el país y estaba habituado a los tejemanejes del mercado negro. Al
poco de empezar en la Universidad, un conserje me había llevado a un
lugar discreto para preguntarme si tenía dólares o marcos alemanes;
porque si quería cambiar divisas, él se encargaba de hacerme una
conversión más beneficiosa que la del banco. La República
Socialista sufría por entonces una inflación galopante y el dínar
se devaluaba de un día a otro, por lo que a nadie le interesaba
acumular moneda local. Hacer acopio de divisas era una inversión
rentable y el cambio se realizaba entre personas conocidas para
que todos saliéramos beneficiados, menos el sistema bancario,
obviamente.
El
sabio soviético, comportándose como un mendigo, me produjo una gran
decepción. Quería librarme de él cuanto antes, harto de las
penurias de los súbditos socialistas, que suspiraban por unos
pantalones vaqueros o cualquier marca occidental. Además, como el
capitalismo español ha sido siempre menos generoso con sus agentes
culturales que otros capitalismos de Europa y Norteamérica, no me
hallaba en las mejores condiciones para repartir limosnas entre los
parias de la tierra.
A todo
esto, el filólogo ruso debió de percatarse de mi fastidio,
porque denegando con la cabeza y braceando ampulosamente parecía
querer desarmar el malentendido y aclararme que su solicitud de
dinero no era el negocio que yo me maliciaba.
Alcanzamos
por fin a explicarnos: el ruso solo pretendía llevarse
unas monedas de recuerdo para sus hijos, que eran aficionados a la numismática y
a los que pensaba sorprender con un muestrario de exóticas pesetas.
Tenía tres hijos, de 19, 15 y 13 años. La pequeña era una
entusiasta coleccionista de mapas, banderas y monedas del mundo, y
por tanto, la destinataria principal del regalo. El mayor estudiaba
ingeniería “de aviones” (el hombre desplegó los brazos como si
fuera un Tupolev); y el mediano estaba enfermo, si bien no entendí
en qué consistía su enfermedad.
Busqué
las monedas en el cajón de la mesa donde guardaba el dinero, delante
de aquel solícito padre, en señal de confianza, como para pedirle
disculpas por la descortesía con que había intentado zafarme de él,
como si de un molesto moscardón se tratara. Me sentía abochornado
y, de haber sabido ruso, me hubiera gustado invitarlo a un café y
escuchar lo que tuviera que contarme de su familia y de su vida en la
Unión Soviética. Cuando me quedé solo en el apartamento, busqué entre mis posesiones para ver si encontraba
algún objeto que pudiera darle como presente para su hijo de trece
años, el que padecía una enfermedad enigmática. Reuní unos
cuantos folletos de España y un estuche con el escudo del Atlético
de Madrid, por si el adolescente ruso fuera aficionado al
fútbol.
Pero
ya no volví a ver al sabio soviético hasta el día de su partida.
Lo encontré a la puerta de la Residencia, cuando yo salía por la
mañana temprano para ir andando hasta la universidad. El ruso
esperaba en la plaza bajo una copiosa nevada. La nieve reciente se acumulaba sobre la nieve helada de los días anteriores
y las calles eran una peligrosa pista de patinaje. El ruso, sin
embargo, parecía en su salsa, hasta el punto de que su figura gris
destacaba, airosa y enérgica, en la blancura del paisaje. Había
comprado una barra de pan y provisiones en la tienda del barrio, y
cargaba con la cartera de cuero y una pequeña maleta. Me dijo que
volvía a Moscú, señalando al norte, a través de la cortina de
copos. Esperaba a alguien que lo iba a llevar a la estación.
Desde Skopje viajaría a Belgrado, luego a Varsovia y por último a
Moscú. No hubo ocasión de entregarle el regalo para su hijo.
Nos separamos con un apretón de manos. Yo emprendí mi camino por
las calles desangeladas del barrio de Aerodrom, que nunca me
parecieron tan feas e inhóspitas.
¿Qué habrá sido del príncipe soviético al que estúpidamente confundí con un mendigo? ¿Un sabio retirado goza de una pensión digna en la Rusia actual? Lo ignoro, pero la imagen que en mí pervive es la de un hombre gris viajando en ferrocarril por los países del este de Europa, en medio de una ventisca de nieve: va en un departamento de segunda, rodeado de gente del pueblo y, por momentos, descabeza un sueño o se concentra en sus papeles. En las fronteras el tren se detiene largo tiempo y guardias armados con fusiles revisan los vagones. Ve pasar llanuras brumosas y bosques de abetos, sucias zonas industriales... y como si el destino al que se dirige fuera una ciudad fantasma, un vano espejismo, nunca llega al final del trayecto, por lo que tal vez muera solo en una estación olvidada de provincias.
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