Pedro el Rojo informa a la Academia



MAR-Alcalá de Henares

La primera vez que me emocioné en un teatro fue por culpa de Kafka. Kafka no destacó como dramaturgo, la pieza escenificada no era una farsa y el lugar donde se representaba la función no era un corral de comedias, sino el salón de actos de la Facultad de Letras: pero digamos que esto formaba parte de lo kafkiano de la situación. El actor -había un solo actor- surgió del fondo de la sala, saltando a cuatro patas por encima de los asientos y emitiendo grotescos sonidos simiescos. La carcajada del público fue estruendosa. No olvidéis que estábamos en la universidad y que gracias a la actuación de la compañía de teatro nos habíamos librado de las dos últimas horas de clase. El individuo subió de un brinco al escenario e incorporándose en una posición casi humana se dirigió al auditorio, que aún tardó unos minutos en aplacar su buen humor. Para colmo de lo absurdo, el personaje se expresaba con genuino deje argentino entreverado de gruñidos de chimpancé. Se dirigió a nosotros como “honorables señores de la Academia”, ejecutando ampulosamente una especie de reverencia en la que se mezclaban a partes iguales la displicencia y el servilismo.

Contó que había nacido en Costa de Oro, un lugar selvático del continente negro. Los expedicionarios que lo cazaron, en la orilla de un río, le pusieron el nombre de Pedro el Rojo, por la herida en la mejilla que le causó un balazo. Un segundo disparo lo dejó medio cojo. Quizá para inspirar lástima, el hombre-mono se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones entre las risas de los espectadores y nos mostró una cicatriz repugnante debajo de la cadera.

Encerrado en una jaula, en el entrepuente de un vapor de la empresa Hagenbeck, fue trasladado a la civilizada Europa. Hacía tan poco ruido, era tan dócil, que a nadie le cupo duda de sus aptitudes para ser amaestrado, si es que sobrevivía al viaje. Los marineros, hombres brutos pero sin malicia, se entretenían observando cómo reaccionaba a los gargajos que le escupían o a las caricias con un bastón. En los primeros días aprendió a escupir como los marineros, a fumar en pipa y a beber aguardiente. Esto último se le hizo ciertamente cuesta arriba: el hombre-mono del Río de la Plata sacó una botella del petate e hizo una demostración de sus habilidades mientras evocaba a su maestro, un tipo que tenía la costumbre de quemarle la piel con la pipa.

Su primera palabra en lenguaje humano la emitió ante un círculo de marineros borrachos. Al llegar a Hamburgo se dio cuenta de que solo tenía dos salidas: el zoológico o las variedades. Naturalmente, o mejor dicho, inteligentemente, se inclinaba por la segunda, más sofisticada, elegante y libre. A partir de entonces, con aplicación y esfuerzo, llegó a alcanzar la educación media de un europeo de su tiempo; digamos que progresó adecuadamente en la escala de la evolución.

Ya nadie reía en la platea y próximos al feliz desenlace, Pedro el Rojo exclamó a viva voz: ¡Qué progresos! ¡Cómo asimilaba mi cerebro los rayos del conocimiento! No lo niego, me causaba una gran felicidad; al tiempo que se sumía en un llanto desconcertante y empinaba la botella de matarratas. En general he conseguido todo lo que quería -concluyó su informe para la Academia-. No se puede decir que no haya merecido la pena. Por lo demás, no quiero que me juzguen los hombres...

El eximio intérprete abandonó la sala a paso firme, el cuerpo erguido y risueño el ademán, despedido por una salva de aplausos.


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