He soñado a un caminante que se
aventura en las montañas de Auvernia. Va cubierto con un capote que lo
resguarda del viento helado, usa
como bastón un palo de madera de haya y sus desgastadas abarcas de cuero lo
acreditan como un vagabundo a quien no espantan las asperezas de los montes. Si la niebla se le echa encima, corre el riesgo de
extraviarse en uno de esos páramos donde apenas unas rocas tapizadas de musgo o
unos abedules de blanca corteza se alzan de la turbera. El fragor de una cascada
que se precipita desde las peñas lo sobrecoge como una invocación a los espíritus.
El cadáver de una oveja devorada por los lobos le incita a apresurar el paso, y
ya sueña con la lumbre de la posada donde se albergará al caer la noche y ve,
como un espejismo de nómada en el desierto, el gris caserío con tejado de
pizarra puesto en lo alto de un collado y la chimenea despidiendo volutas de
humo. Tras reponerse de las penurias de la marcha, el viajero sacará de sus alforjas un libro que tal vez hojee distraído, pues los ojos de la mujer que
aviva el fuego son como brasas y su presencia despierta en él una calidez
voluptuosa.
Cuando lo venza la fatiga, este
hombre que regresa a su pueblo de casas
de adobe, montes de encina, campos de labor y agua lenta, tendrá un sueño.
Soñará que otro hombre, no un dios, lo sueña en la distancia del tiempo, y que
nunca saldrá de las montañas de Auvernia, por cuyo laberinto de valles y
cumbres errará eternamente.
A la luz de la luna que destella
en las nieves del Puy de Sancy he visto el rostro del vagabundo; y era el mío,
su soñador.
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