Campos de Castilla


Cada vez que tenía que comentar Campos de Castilla a sus alumnos de bachillerato, Nora Castro se ponía fuera de sí y le daban ganas de hacer lo mismo que el profesor apócrifo inventado por Antonio Machado, el cual al llegar al tema que trataba de la existencia de Dios, disuadido por el consenso que la fe en él suscitaba, decidía pasarlo por alto y saltar al tema siguiente: De la posible inexistencia de Dios, con el que al menos podían realizar las prácticas de oratoria.
Los tópicos sobre Castilla y el paisaje castellano están tan arraigados en el imaginario colectivo, que hay que ser un librepensador, un descreído o escéptico para contemplar el horizonte con mirada limpia y no ver lo que todos dicen que ven o quieren que veamos, como en el cuento del traje del emperador.
Considerad un trigal en las vegas del Creciente Fértil, y tendréis un adelanto del paraíso; un trigal de Provenza evoca un paisaje de Van Gogh; un trigal en la Toscana, la despensa del humanista; en la Arcadia y el Ampurdán, qué bucólicos parecen los trigales. Sin embargo, poned a un idiota en los campos de Castilla, y os jurará que en vez de espigas ve santos y guerreros, páramos yermos, estepas malditas...; hacedle creer que es hijo ilegítimo si no vislumbra la espada del Cid o los riñones de España, y los distinguirá con toda su parafernalia épica de polvo, sudor y hierro.
A mí la cebada me inspira visiones de ríos de cerveza -se burlaba de tales delirios Nora Castro-; y os recuerdo que en un país donde hay pan, vino y aceite florecerá más o menos la civilización, pero raramente el fanatismo del asceta.
El civismo conciliador de Nora Castro le hacía desdeñar a quienes desde el amor o el odio a Castilla pretenden discernir en sus surcos el alma eterna de la patria: estos suelen confundir Castilla con España -gravísimo error en perjuicio de ambas partes-; y España, con una tragedia o esperpento que por un quítame allá esas pajas ha de helarnos el corazón.

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