Ecuatoriales, 2002


El avión sobrevuela la isla de Guadalupe a 10.000 metros de altura y a una velocidad de 900 kilómetros por hora. La temperatura exterior es de -38º C. ¿Cómo conciliar el sueño en tales circunstancias?
Cuando desperté, sin embargo, el Atlántico seguía allí.

La fotografía en blanco y negro de un niño indígena. Un calendario con imágenes del Santuario de Nuestra Señora del Quinche. El Tungurahua en erupción, año 99. Escarapela tricolor de la República.
La ventana del albergue da al patio de una escuela infantil, donde la maestra cuenta a los niños la historia de los tres chanchitos.
¿Para eso he viajado tan lejos?

En su comunidad solo los mayores hablan quichua. Policarpo me cuenta que tiene tres hijos, de 4, 7 y 9 años. Es alcohólico rehabilitado y converso a la religión evangélica. Fue buscador de oro en Nambija y más tarde emigró a España atraído por la fiebre de los invernaderos de Almería.
Le gusta hablar de España con los españoles de paso. En Almería vivió con otros compatriotas, amontonados en un piso barato, hombres y mujeres acomodaticios en el amor y desenfrenados en la nostalgia. Durante un par de años voló libre de la familia, las vacas y el sembrío. Ganó lo justo para no volver con las manos vacías.
De todos modos volvió, y ahora vende fruta en el mercado dominical de Saraguro.

La laguna de Aracana ha devuelto a la orilla el frasco de perfume (marca Agua de Florida) que algún caminante arrojó como ofrenda a sus aguas. Es una laguna de genio turbulento. Si alguien la molesta, lanzándole piedras o palos, se enfurece, las olas se encrespan, el agua burbujea como si estuviera hirviendo y se revuelve el cieno de las profundidades. Para huir de su maleficio, hay que correr por la ladera abajo. A quien atrapa la laguna, no lo suelta hasta después de un año. Luego la víctima vuelve a casa cargada de tesoros, que se convierten en serpientes cuando el incauto aspira a beneficiarse de ellos.
Un pastor que se entretiene tocando la quena en aquellos pastos de altura, donde el pico Aracana se alza casi vertical sobre nuestras cabezas, nos confirma las habladurías de la gente. Cuando eran chicos -recuerda el pastor- quisieron tirar a un perro a las aguas encantadas. Ya lo tenían atado y listo para el suplicio, pero la mansa lámina de agua comenzó a embravecerse, como indignada por la tropelía. Los niños huyeron monte abajo a todo correr, sin atreverse a volver la vista atrás para saber la suerte del perro o las artimañas de la laguna.

En la carretera sin asfaltar, embarrada por las lluvias torrenciales, nos recoge un ingeniero que trabaja para una empresa española. Están obrando en un tramo de la Panamericana (también sin asfaltar) y en una planta potabilizadora. Dentro de un mes irá a España, cree que a Sevilla. Me pregunta si soy botánico o cooperante, y le digo que ninguna de las dos cosas. Le pregunto qué hace una empresa española en el centro del mundo, y me dice que las obras se financian con un crédito del Estado español.
Los peatones suelen ofrecerse a efectuar un pago a los automovilistas que los recogen en lugares perdidos, pero el ingeniero se niega a cobrarnos ni un centavo.

Vamos tres en una moto. A la salida de Saraguro hay un puesto de control militar donde lógicamente deberíamos reducir la velocidad y detenernos. En vez de eso, el primo de Policarpo acelera. Nos dirigimos derechos a una muerte segura, ya sea porque nos rompamos la crisma en la barrera, o peor aún, porque nos fría a balazos la tropa. Pero cuando estamos a un metro del desastre, el loco del primo grita: “¡¡Agáchense nomás!!” Y vaya si nos agachamos, con la mala suerte de que todos lo hacemos para el mismo lado, provocando que la moto se escore y el conductor pierda el control del vehículo.
Imperturbable -por andino y por marcial- un soldado vigila cómo nos limpiamos el polvo de la cuneta.



Caminamos de la Sierra al Oriente, donde manan los ríos que van a dar al Amazonas y luego al Atlántico. La parte inicial del trayecto, hasta la divisoria de aguas, es por un antiguo camino de herradura que sube hasta los 4000 metros de altitud y discurre por tierra fría, páramos y lomas desnudas.
Cuando nos sentamos a almorzar al resguardo de unas peñas, vienen un arriero y su hijo en sendas caballerías, cargadas las acémilas de bananas y otros productos de la tierra caliente. Se paran a saludarnos y conversar, y Policarpo les ofrece una parte de su almuerzo, que ellos aceptan sin remilgos.
Yo lamento no haber hecho lo mismo, pero es que desconocía las costumbres locales.

Antes de cruzar un río de aguas torrentosas y lecho de piedras pulidas, Policarpo me cuenta que allí murió ahogado un hermano suyo. Al parecer, había bebido de más e hizo una apuesta con sus compañeros de camino. La perdió. Vadeamos el río y seguimos adelante.

La otra vertiente es el reino del bosque nublado. Una serpiente nos da la bienvenida. Policarpo la mata a palos.

Comunidades de lengua quichua han colonizado las laderas boscosas de la alta Amazonía que antes habitaban los shuar. ¿Será posible que atraviese el país de los jíbaros como un senderista ocioso?

Unos campesinos quichuas, que casi no entienden el castellano, nos ofrecen bananas y agua de un balde. Cuando llega mi turno de beber, Policarpo deniega con la cabeza y me retira el brebaje. Puedo caer enfermo.
En efecto, soy un blanco fácil de las miasmas ecuatoriales.

Policarpo me muestra la flor del amor. Es una florecilla diminuta de color violeta. Hay que pensar un deseo mientras la tenemos en la mano; si los pétalos se cierran, el deseo se cumplirá.

Como en las películas de aventuras: una cascada precipitándose desde las nubes y la inmensidad de la selva por todo alrededor. Es la cascada de La Florida.
Yo pensé que no tenía nombre y era el primer ser humano en divisarla.

A la entrada de Yacuambi hay unos indios borrachos. A Policarpo lo llaman “hermano” y lo abrazan como a un pariente que volviera de lejos. Vuela una botella por el aire. A mí me balbucean las tres o cuatro palabras que saben en inglés. “No problem” repite machaconamente el único capaz de sostenerse en posición erguida.
“No problem” gracias a que me acompaña uno de los suyos (pienso yo acelerando el paso).

Casas de madera y chapa levantadas como palafitos, y una calle sin pavimentar. En el río, los ingenios de los buscadores de oro. No sé si por efecto del agotamiento o por haber ingerido alimentos en mal estado, me entran unas ganas horribles de vomitar. Voy a vomitar en una zanja y me encuentro a un hombre tirado en el suelo, como muerto; otro orina en la pared del bar, y a su lado, indiferente a las salpicaduras, un borracho vomita y habla solo. Me uno a ellos.

Los indios borrachos de Yacuambi no son las primeras personas que me hablan en inglés. Un saraguro se empeñó en explicarme el significado de la palabra “era”, por más que yo le aseguraba haber jugado en las eras del pueblo de mi madre y haber asistido a la trilla no hace aún tantos años. En general, no dan crédito a que un turista venido de la Europa del bienestar se exprese en la lengua de ellos.

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