El avión sobrevuela la
isla de Guadalupe a 10.000 metros de altura y a una velocidad de 900
kilómetros por hora. La temperatura exterior es de -38º C. ¿Cómo
conciliar el sueño en tales circunstancias?
Cuando desperté, sin
embargo, el Atlántico seguía allí.
La fotografía en blanco
y negro de un niño indígena. Un calendario con imágenes del
Santuario de Nuestra Señora del Quinche. El Tungurahua en erupción,
año 99. Escarapela tricolor de la República.
La ventana del albergue
da al patio de una escuela infantil, donde la maestra cuenta a los
niños la historia de los tres chanchitos.
¿Para eso he viajado tan
lejos?
En su comunidad solo los
mayores hablan quichua. Policarpo me cuenta que tiene tres hijos, de
4, 7 y 9 años. Es alcohólico rehabilitado y converso a la religión
evangélica. Fue buscador de oro en Nambija y más tarde emigró a
España atraído por la fiebre de los invernaderos de Almería.
Le gusta hablar de España
con los españoles de paso. En Almería vivió con otros
compatriotas, amontonados en un piso barato, hombres y mujeres
acomodaticios en el amor y desenfrenados en la nostalgia. Durante un
par de años voló libre de la familia, las vacas y el sembrío. Ganó
lo justo para no volver con las manos vacías.
De todos modos volvió, y
ahora vende fruta en el mercado dominical de Saraguro.
La laguna de Aracana ha
devuelto a la orilla el frasco de perfume (marca Agua de Florida)
que algún caminante arrojó como ofrenda a sus aguas. Es una laguna
de genio turbulento. Si alguien la molesta, lanzándole piedras o
palos, se enfurece, las olas se encrespan, el agua burbujea como si
estuviera hirviendo y se revuelve el cieno de las profundidades. Para
huir de su maleficio, hay que correr por la ladera abajo. A quien
atrapa la laguna, no lo suelta hasta después de un año. Luego la
víctima vuelve a casa cargada de tesoros, que se convierten en
serpientes cuando el incauto aspira a beneficiarse de ellos.
Un pastor que se
entretiene tocando la quena en aquellos pastos de altura, donde el
pico Aracana se alza casi vertical sobre nuestras cabezas, nos
confirma las habladurías de la gente. Cuando eran chicos -recuerda
el pastor- quisieron tirar a un perro a las aguas encantadas. Ya lo
tenían atado y listo para el suplicio, pero la mansa lámina de agua
comenzó a embravecerse, como indignada por la tropelía. Los niños
huyeron monte abajo a todo correr, sin atreverse a volver la vista
atrás para saber la suerte del perro o las artimañas de la laguna.
En la carretera sin
asfaltar, embarrada por las lluvias torrenciales, nos recoge un
ingeniero que trabaja para una empresa española. Están obrando en
un tramo de la Panamericana (también sin asfaltar) y en una planta
potabilizadora. Dentro de un mes irá a España, cree que a Sevilla.
Me pregunta si soy botánico o cooperante, y le digo que ninguna de
las dos cosas. Le pregunto qué hace una empresa española en el
centro del mundo, y me dice que las obras se financian con un crédito
del Estado español.
Los peatones suelen
ofrecerse a efectuar un pago a los automovilistas que los recogen en
lugares perdidos, pero el ingeniero se niega a cobrarnos ni un
centavo.
Vamos tres en una moto. A
la salida de Saraguro hay un puesto de control militar donde
lógicamente deberíamos reducir la velocidad y detenernos. En vez de
eso, el primo de Policarpo acelera. Nos dirigimos derechos a una muerte
segura, ya sea porque nos rompamos la crisma en la barrera, o peor
aún, porque nos fría a balazos la tropa. Pero cuando estamos a un
metro del desastre, el loco del primo grita: “¡¡Agáchense nomás!!” Y vaya si nos agachamos, con la mala suerte de que todos
lo hacemos para el mismo lado, provocando que la moto se escore y el
conductor pierda el control del vehículo.
Imperturbable -por andino
y por marcial- un soldado vigila cómo nos limpiamos el polvo de la
cuneta.
Caminamos de la Sierra al
Oriente, donde manan los ríos que van a dar al Amazonas y luego al
Atlántico. La parte inicial del trayecto, hasta la divisoria de
aguas, es por un antiguo camino de herradura que sube hasta los 4000
metros de altitud y discurre por tierra fría, páramos y lomas
desnudas.
Cuando nos sentamos a
almorzar al resguardo de unas peñas, vienen un arriero y su hijo en
sendas caballerías, cargadas las acémilas de bananas y otros
productos de la tierra caliente. Se paran a saludarnos y conversar, y
Policarpo les ofrece una parte de su almuerzo, que ellos aceptan sin
remilgos.
Yo lamento no haber hecho
lo mismo, pero es que desconocía las costumbres locales.
Antes de cruzar un río
de aguas torrentosas y lecho de piedras pulidas, Policarpo me cuenta
que allí murió ahogado un hermano suyo. Al parecer, había bebido
de más e hizo una apuesta con sus compañeros de camino. La perdió.
Vadeamos el río y seguimos adelante.
La otra vertiente es el
reino del bosque nublado. Una serpiente nos da la bienvenida.
Policarpo la mata a palos.
Comunidades de lengua
quichua han colonizado las laderas boscosas de la alta Amazonía que
antes habitaban los shuar. ¿Será posible que atraviese el país de
los jíbaros como un senderista ocioso?
Unos campesinos quichuas,
que casi no entienden el castellano, nos ofrecen bananas y agua de un
balde. Cuando llega mi turno de beber, Policarpo deniega con la
cabeza y me retira el brebaje. Puedo caer enfermo.
En efecto, soy un blanco
fácil de las miasmas ecuatoriales.
Policarpo me muestra la
flor del amor. Es una florecilla diminuta de color violeta. Hay que
pensar un deseo mientras la tenemos en la mano; si los pétalos se
cierran, el deseo se cumplirá.
Como en las películas de
aventuras: una cascada precipitándose desde las nubes y la
inmensidad de la selva por todo alrededor. Es la cascada de La
Florida.
Yo pensé que no tenía
nombre y era el primer ser humano en divisarla.
A la entrada de Yacuambi
hay unos indios borrachos. A Policarpo lo llaman “hermano” y lo
abrazan como a un pariente que volviera de lejos. Vuela una botella
por el aire. A mí me balbucean las tres o cuatro palabras que saben
en inglés. “No problem” repite machaconamente el único capaz de
sostenerse en posición erguida.
“No problem” gracias
a que me acompaña uno de los suyos (pienso yo acelerando el paso).
Casas de madera y chapa
levantadas como palafitos, y una calle sin pavimentar. En el río,
los ingenios de los buscadores de oro. No sé si por efecto del
agotamiento o por haber ingerido alimentos en mal estado, me entran
unas ganas horribles de vomitar. Voy a vomitar en una zanja y me
encuentro a un hombre tirado en el suelo, como muerto; otro orina en
la pared del bar, y a su lado, indiferente a las salpicaduras, un
borracho vomita y habla solo. Me uno a ellos.
Los indios borrachos de
Yacuambi no son las primeras personas que me hablan en inglés. Un
saraguro se empeñó en explicarme el significado de la palabra
“era”, por más que yo le aseguraba haber jugado en las eras del
pueblo de mi madre y haber asistido a la trilla no hace aún tantos
años. En general, no dan crédito a que un turista venido de la
Europa del bienestar se exprese en la lengua de ellos.
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