Notas para una historia reciente de la enseñanza de la lengua y literatura


Oia, Pontevedra  

Al principio la lengua y la literatura eran importantes. Desde su más tierna infancia, los escolares sabían distinguir el artículo del pronombre, las faltas de ortografía aún no se habían inventado, y en sus ratos de ocio, la juventud estudiosa se divertía leyendo las obras completas de Góngora en versión original, si bien con subtítulos. El mundo antes de la LOGSE era redondo y feliz.



Cuando se descubrió que lo importante en la escuela era hablar y escribir bien, arrinconamos la literatura en el desván de los trastos inútiles para centrarnos en la lengua, que, como es sabido, constituye un sistema complejo en el que todos los elementos están interrelacionados y realizan una función. Por desgracia, ni siquiera nos poníamos de acuerdo en cómo llamar a las cosas de la lengua, que precisamente sirve para nombrar las cosas del mundo. El complemento directo se llamaba a veces complemento directo, y otras, objeto directo, aunque también podía ser implemento. Por lo que respecta al análisis sintáctico, unos se inclinaban por desmembrar las oraciones y colgar sus despojos en las ramas de un diagrama arbóreo, que por su tamaño y frondosidad parecían secuoyas del parque Yosemite; mientras otros encerraban primorosamente las palabras y las frases (o sintagmas) en cajas que se superponían sucesivamente, como las muñecas rusas. Lo cierto es que no había tiempo para que los alumnos leyeran y escribieran, aunque en destripar morfemas (o monemas o segmentos morfológicos) podrían dar lecciones al mismo Jack el Destripador.



Con el paso del tiempo, los sabios dictaminaron que la clave del asunto no estaba tanto en la estructura de la lengua como en su uso en situaciones comunicativas. ¡Notable perspicacia! En consecuencia, los profesores volvimos a la carga con nuevos bríos pedagógicos: a la enseñanza de los complementos directos (también llamados objetos directos o implementos), morfemas (o monemas), sintagmas (o frases), añadimos unidades didácticas verdaderamente útiles; por ejemplo, cómo escribir un currículum vitae, el uso del imperativo en la receta de la tortilla de patatas, o precauciones que han de tomarse ante los mensajes subliminales de un anuncio de Coca Cola. Como inferirán los más agudos, con tantos contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales, estábamos en las mismas que antes: apenas quedaba tiempo para leer y escribir.



La literatura seguía ahí, aunque no se le hiciera mucho caso. Para cubrir el expediente, mandábamos a nuestros bachilleres leer La Celestina o la primera parte del Quijote, con el objeto de que las jóvenes generaciones no crecieran incultas sin degustar a los clásicos.



Pese a tan loables esfuerzos, los informes internacionales se empeñaban en suspendernos en competencia comunicativa, así que se puso de moda reivindicar la calidad educativa y la cultura del esfuerzo. Se descubrió que lo importante no era hablar, escuchar, leer ni escribir -como sostenían los sabios utópicos de la Antigüedad- sino pasar exámenes, por lo cual se instauraron pruebas de evaluación diagnóstica, reválidas y otros obstáculos. De este modo, desde su más tierna infancia, los alumnos aprendían a distinguir los artículos de los pronombres, donde ponían el ojo ponían la tilde, y memorizaban los títulos de las obras completas de Góngora, ya fueran del príncipe de la luz o del príncipe de las tinieblas.



El mundo volvió a ser redondo y feliz, porque la crisis había terminado.

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