Parece
ser que lo ecuánime y sensato en el tratamiento de la Guerra Civil
-con mayúsculas por referirse a la guerra de nuestros antepasados
por antonomasia- es resaltar que en ambos lados se cometieron
barbaridades, como si fuera posible concebir una guerra en la que el
bando agresor no recurra a todas sus fuerzas para infligir muertes
y destrucción al enemigo; y estos, los agredidos, no respondan
igualmente con toda la brutalidad de que fueren capaces para evitar
la derrota; y que el choque iracundo de ambas parcialidades no tenga como
resultado el derramamiento de sangre. En pocas palabras lo explica
bien el libro II de la Eneida: Crudelis ubique luctus,
ubique pavor et plurima mortis imago; lo cual significa: en todas partes una pena atroz, el terror y la profusa
imagen de la muerte. Algunos panegiristas de Manuel Chaves Nogales,
encantados porque un intelectual republicano tuviera la honestidad de
denunciar los crímenes cometidos por los revolucionarios,
incurren en tal simpleza; y lo que es peor, además de soslayar los
méritos literarios del gran periodista, se empeñan en perpetuar el tópico de una
España cainita a la que es mejor no mentar siquiera para evitar que
los demonios del pasado vuelvan a atormentarnos con sus diabluras.
Han
pasado los años y quienes por suerte no vivimos el conflicto bélico, pero
hemos leído los relatos recogidos en La trilogía de la guerra
civil de Juan Eduardo Zúñiga (Galaxia Gutenberg, 2011, 402
pág.) ya no olvidaremos nada: las fatigas del hambre, el sordo
tambor de los bombardeos, los parapetos de los adoquines cerrando las
calles solitarias... En la ciudad sitiada, las víctimas de la
barbarie intentan seguir viviendo con sus deseos, aspiraciones y
ruindades, solo que la contienda hace más inalcanzable todo lo bueno
y más sangrante todo lo malo. Con la derrota sucede lo mismo. La
victoria de un bando sobre otro no conlleva el advenimiento de la paz
ni la restauración del orden -pretexto que suelen esgrimir los
violentos para abrir las hostilidades-, por lo que el paraíso de que
habla el título se nos presenta como una utopía, a pesar de las
ilusiones y los arranques de dignidad de algunos de los derrotados.
La
tierra será un paraíso (1989) se centra en los perdedores de la
guerra; y Largo noviembre de Madrid (1980) y Capital de la
gloria (2003), en el Madrid atacado por las tropas facciosas. La
idea más reiterada es que pasarán los años y olvidaremos los
horrores de la guerra. Se refiere a los que la han vivido,
sobrevivido y han de seguir viviendo con su memoria a cuestas. Es
natural que estos quieran olvidar el trauma, como es lícito que las
nuevas generaciones aspiren a conocer la historia, entre otras cosas
para evitar que se repita, desdeñando majaderías deterministas.
En
el relato “Camino del Tíbet”, como en el libro II de la Eneida,
solo que en prosa magistral castellana digna de mayor reverencia en
los manuales escolares de lengua y literatura, Juan Eduardo Zúñiga
nos describe un pavoroso panorama de la guerra en el que no se trata
de pintar a unos buenos muy buenos y unos malos muy malos -ni el todos
malos de los conciliadores-, sino a unas pobres gentes
deshumanizadas por el odio y el terror: un vaho de sangre invadía
todo el país y aún peor, el aura de sufrimiento en tantos corazones
se extendía como el barro de una inundación y lo cubría todo, y
los deseos de matar y los propósitos de venganza se disimulaban con
hipocresía para que nadie notara en los rostros el estigma del odio,
y los demás, fingían indiferencia para no atraer los peligros de la
delación y la sospecha que como un emisario del rencor iba por
campos y senderos hasta las chozas más aisladas, o zigzagueaba por
calles concurridas para detenerse ante puertas cerradas por el
miedo...
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