Nota sobre La trilogía de la guerra civil de Juan Eduardo Zúñiga



  Francisco de Goya, Saturno devorando a su hijo (1819-1823).jpg

Parece ser que lo ecuánime y sensato en el tratamiento de la Guerra Civil -con mayúsculas por referirse a la guerra de nuestros antepasados por antonomasia- es resaltar que en ambos lados se cometieron barbaridades, como si fuera posible concebir una guerra en la que el bando agresor no recurra a todas sus fuerzas para infligir muertes y destrucción al enemigo; y estos, los agredidos, no respondan igualmente con toda la brutalidad de que fueren capaces para evitar la derrota; y que el choque iracundo de ambas parcialidades no tenga como resultado el derramamiento de sangre. En pocas palabras lo explica bien el libro II de la Eneida: Crudelis ubique luctus, ubique pavor et plurima mortis imago; lo cual significa: en todas partes una pena atroz, el terror y la profusa imagen de la muerte. Algunos panegiristas de Manuel Chaves Nogales, encantados porque un intelectual republicano tuviera la honestidad de denunciar los crímenes cometidos por los revolucionarios, incurren en tal simpleza; y lo que es peor, además de soslayar los méritos literarios del gran periodista, se empeñan en perpetuar el tópico de una España cainita a la que es mejor no mentar siquiera para evitar que los demonios del pasado vuelvan a atormentarnos con sus diabluras.

Han pasado los años y quienes por suerte no vivimos el conflicto bélico, pero hemos leído los relatos recogidos en La trilogía de la guerra civil de Juan Eduardo Zúñiga (Galaxia Gutenberg, 2011, 402 pág.) ya no olvidaremos nada: las fatigas del hambre, el sordo tambor de los bombardeos, los parapetos de los adoquines cerrando las calles solitarias... En la ciudad sitiada, las víctimas de la barbarie intentan seguir viviendo con sus deseos, aspiraciones y ruindades, solo que la contienda hace más inalcanzable todo lo bueno y más sangrante todo lo malo. Con la derrota sucede lo mismo. La victoria de un bando sobre otro no conlleva el advenimiento de la paz ni la restauración del orden -pretexto que suelen esgrimir los violentos para abrir las hostilidades-, por lo que el paraíso de que habla el título se nos presenta como una utopía, a pesar de las ilusiones y los arranques de dignidad de algunos de los derrotados.

La tierra será un paraíso (1989) se centra en los perdedores de la guerra; y Largo noviembre de Madrid (1980) y Capital de la gloria (2003), en el Madrid atacado por las tropas facciosas. La idea más reiterada es que pasarán los años y olvidaremos los horrores de la guerra. Se refiere a los que la han vivido, sobrevivido y han de seguir viviendo con su memoria a cuestas. Es natural que estos quieran olvidar el trauma, como es lícito que las nuevas generaciones aspiren a conocer la historia, entre otras cosas para evitar que se repita, desdeñando majaderías deterministas.

En el relato “Camino del Tíbet”, como en el libro II de la Eneida, solo que en prosa magistral castellana digna de mayor reverencia en los manuales escolares de lengua y literatura, Juan Eduardo Zúñiga nos describe un pavoroso panorama de la guerra en el que no se trata de pintar a unos buenos muy buenos y unos malos muy malos -ni el todos malos de los conciliadores-, sino a unas pobres gentes deshumanizadas por el odio y el terror: un vaho de sangre invadía todo el país y aún peor, el aura de sufrimiento en tantos corazones se extendía como el barro de una inundación y lo cubría todo, y los deseos de matar y los propósitos de venganza se disimulaban con hipocresía para que nadie notara en los rostros el estigma del odio, y los demás, fingían indiferencia para no atraer los peligros de la delación y la sospecha que como un emisario del rencor iba por campos y senderos hasta las chozas más aisladas, o zigzagueaba por calles concurridas para detenerse ante puertas cerradas por el miedo...

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