Parece ser que la 23.ª edición del Diccionario de la Academia -cuyo lanzamiento se prevé para finales de 2014- incluye entre otras novedades el retoque de definiciones como la que ahora nos ocupa de emprendedor, palabra de conspicua presencia en los medios de comunicación y muy estimada por la ideología del sistema capitalista. En la 22.ª edición, emprendedor figura como un adjetivo que significa: Que emprende con resolución acciones dificultosas o azarosas. El artículo enmendado, tal como consta en el avance de la edición 23.ª, que se puede consultar en internet, dice: Que emprende con resolución acciones o empresas innovadoras. Advierte que, aplicado a personas, se usa también como sustantivo -nota que no se incluía en la versión de 2001-, y añade una segunda acepción: Propio de la persona emprendedora.
Así
pues, donde antes ponía acciones,
dirá acciones
o empresas;
mientras que el doblete dificultosas
o azarosas
queda reducido a innovadoras.
El desdoblamiento de acciones
en acciones
o empresas
parece a primera vista innecesario, ya que la primera acepción de
empresa
que nos ofrece el mismo diccionario es Acción
o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión
y esfuerzo.
Por lo cual hay que suponer que el añadido o
empresas,
constituye un tipo de disyunción simple de carácter denominativo
que sirve para aclarar el sentido del primer término de la pareja; o
acaso de signo correctivo: el segundo elemento refuerza o atenúa el
primero (todas estas zarandajas gramaticales siguiendo al pie de la
letra la Gramática de la susodicha Academia). Ha de querer
aclararnos el diccionario, pues, que las acciones a las que se aplica
el adjetivo emprendedor son más bien de tipo empresarial, y que no
es emprendedor todo lo que reluce: depende de la clase de acción que se
acometa y de si esta posee la cualidad de ser o no innovadora,
dejando de lado que entrañe dificultad o azar. Imaginemos a un
investigador del Instituto Oceanográfico que desarrolla una
herramienta informática para el análisis de los efectos del cambio
climático en las corrientes marinas: este individuo es, desde luego,
un científico emprendedor, pero no un emprendedor a secas, un
emprendedor sustantivo según el uso del lenguaje por la ideología
del poder; aunque emprenda resueltamente una labor innovadora y desde
luego dificultosa (lo de azarosa es más peliagudo, y quizá hayan
hecho bien en quitar un vocablo que, aunque hermoso, remite a la
casualidad o a la desgracia), le falta el valor añadido de negocio o
empresa. No se suele llamar emprendedores, en efecto, a los
funcionarios de Hacienda que se queman las cejas trabajando e
innovando para que los contribuyentes paguemos nuestros impuestos; ni
a los maestros que aplican métodos de enseñanza innovadores en su arduo quehacer
cotidiano: unos y otros merecerán, tal vez, el arcaizante galardón
de funcionarios probos, pero nunca el de emprendedores, que se aplica
a los que exponen su capital, pequeño o grande, para crear riqueza,
generando actividades
industriales, mercantiles o de prestación de servicios con fines
lucrativos,
que es como se define empresa. El oceanógrafo a sueldo del Consejo
Superior de Investigaciones Científicas, el inspector de Hacienda y
el profesor deben sus puestos seguros y confortables a la osadía de
quienes queriendo lícitamente enriquecerse dan trabajo a los demás
y sacan, en definitiva, el país adelante. ¿A quién no le suena el
dichoso runrún?
En
cuanto a la enmienda que introduce la edición 23.ª del diccionario
académico, si nos basamos en el uso real del idioma hasta donde
alcanzan nuestras pocas luces, donde pone Que
emprende con resolución acciones o empresas innovadoras,
convendría quizá sustituir innovadoras
por lucrativas
(pueden ser tan poco novedosas como reflotar una fábrica mandando
al paro a la mitad del personal) y añadir la coletilla con
éxito,
al menos en el empleo del término como sustantivo. No sé qué dirán
los corpus electrónicos al respecto, pero a mí me parece que no se llama
emprendedor al altruista ni al fracasado.
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