No
penséis que la literatura os hará mejores personas; para empezar,
poned en tela de juicio cuanto os digan vuestros profesores de
literatura, desconfiad de su máscara de humanismo virtuoso, que
acaso oculte el semblante feroz del guardián de la cachiporra. Si
cifráis la excelencia literaria en la ilusión de vivir otras vidas
que jamás viviréis en la realidad de la prosa cotidiana, ¿por qué
llamáis “aventura de leer” a lo que no es más que evadirse y
esconder la cabeza bajo un lodazal de mentiras impresas?
Cuidaos
de que no os pase lo que al hidalgo manchego, que de poco dormir y
mucho leer las soñadas invenciones de los libros de caballería,
perdió el juicio; o peor aún, de lo que le aconteció al propio Cervantes, que hubo de mendigar el favor de los
poderosos y adularlos en las dedicatorias de los libros en los que imaginó las soñadas invenciones del caballero de la Triste
Figura.
En
las tertulias de sabios, no os dé apuro reconocer que nunca habéis
leído el Quijote, pues la mayoría de ellos tampoco lo habrán
leído, aunque lo defiendan a capa y espada como una gloria nacional.
Los desocupados lectores que tanto lo estimamos, ¿somos más
íntegros y cultos?¿andamos por los caminos socorriendo a los
débiles? ¿liberamos a los presos? ¿abatimos a los gigantes?
¿desafiamos a los embusteros?
Llegados
a este punto de la diatriba, los alumnos de Nora Castro, por lo
general poco aficionados a la literatura, asentían dándole la razón
con gestos condescendientes como los que se usan para aplacar la
furia de los maniáticos: ellos habían llegado a las mismas
conclusiones sin tanto aparato intelectual; prueba manifiesta de que
se puede alcanzar la sabiduría saltándose el engorroso trámite de
leer a los clásicos. Por todo lo cual, Nora Castro perdía los
estribos y amenazaba con exigirles la lectura obligatoria de, al
menos, la primera parte de la novela de Cervantes. Pero por respeto a
la literatura, y esperanza de formar lectores cabales, no lo hacía, y acababa perdonándoles el castigo.
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