Leyendo a Terry Eagleton durante unas vacaciones en la montaña


 
El profesor de literatura sale a pasear por el monte. Ha estado leyendo a Galdós, que -como no podía ser menos- es uno de sus escritores favoritos; el cuento de Gogol que trata de un pobre oficinista al que le roban el abrigo nuevo y también el de un loco que se cree rey de España; ha estado leyendo a Azorín, que le ha contagiado el uso del presente intemporal, tan moroso y melancólico como estos días de invierno en las aldeas del norte; y al cabo, ha estado devanándose los sesos por culpa de abstrusas nociones de fenomenología, hermenéutica, teoría de la recepción, estructuralismo y postestructuralismo, psicoanálisis, feminismo y marxismo, que no está seguro de haber comprendido cabalmente, a pesar de las sabias explicaciones de Tery Eagleton, su crítico literario de cabecera.
 
Bajo una lluvia menuda que por momentos se torna aguanieve, el profesor de literatura abandona el pueblo por la única calle que hay en el pueblo: un viejo camino real que desemboca en las eras y emprende una andadura incierta por prados y robledales. No hay viejos que paseen empuñando sus paraguas, ni en torno al caño, late la algarabía infantil de las tardes de estío. El pueblo parece muerto. Y al profesor de literatura, que se le habían atragantado las oposiciones binarias de Jacques Derrida, y el tan traído y llevado concepto de deconstrucción -tortillas deconstruidas, cócteles deconstruidos en laboratorios de ideas-, ello le inspira una vaga nostalgia.

Pronto está en medio del bosque, que amedrenta al caminante con sus haces de ramas yertas, colgajos de líquenes y hojarasca putrefacta. El profesor de literatura no ignora que ha entrado en el terreno del mito, donde tal vez se reconcilie con los mitemas que investigara el antropólogo estructuralista Claude Lévi-Strauss; en todo caso, los símbolos se vislumbran en la niebla, en el rumor de la cascada, en el cuervo negro y otros significantes. Una desvencijada mina de carbón le trae a mientes los versos compuestos por Rodrigo Caro a las ruinas de Itálica; y murmura, ebrio de emoción: Estos, Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora / campos de soledad, mustio collado... Distraído por la intertextualidad, el profesor de literatura casi olvida que la mina tiene una historia trágica de accidentes mortales, de explosiones de grisú, de hombres con los pulmones consumidos por la silicosis: cuando la mina ya no era rentable porque resultaba más barato importar el carbón de países lejanos, de países emergentes donde los salarios de los mineros son más bajos y sus condiciones de trabajo, aún peores, se cerró: los empresarios volaron, no sin antes llenarse los bolsillos de dinero público; los chamizos quedaron abandonados en el monte; los obreros en paro recibieron subsidios que a menudo se dilapidaban en bares, automóviles, drogas... mala vida. 
 
Al profesor de literatura le gustan muchos los libros llenos de sabiduría y los viejos caminos y los montañas agrestes, pero hay realidades crueles que le dan miedo. Ni a los parados ni a los hijos de los parados les suelen entusiasmar las clases de literatura: nada les dicen las églogas de Garcilaso, los poetas del 27 y menos aún, las oraciones subordinadas relativas o los tipos de perífrasis verbales: esto, por cierto, no ha de escandalizar a nadie. Además, con el abandono de los cultivos, la ganadería, los bosques y las minas, los pueblos agonizan: sobran las escuelas, luego sobran los profesores de literatura. 
 
Por todo lo cual, el profesor de literatura se empeña en estudiar la obra de Terry Eagleton. Porque piensa que la literatura es necesaria, y los teóricos y los profesores de literatura -si no pecan de esotéricos, crípticos, elitistas y estupendos en demasía-, también; para evitar, por último, convertirse en un mero “guardián del discurso”, y educar a sus alumnos en el librepensamiento y la disidencia.

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