Es
finales de invierno en los montes del norte de Castilla y León.
Cuando no nieva, llueve y, a ratos, sopla el viento. Aún tardará en
llegar la primavera a las tierras altas del Duero, donde al frío no
siempre sigue el calor, abril puede venir seco, helar en mayo o traer
infortunio el agua de junio (según el refrán).
En
el valle del Cea, las peñas abruptas, las lomas redondeadas
escamotean la luz del atardecer. Pero ni en este escondido rincón es
posible evadirse de las malas noticias. Ucrania está que arde; en
Siria la amable, Siria la de Palmira, campan a sus anchas los
asesinos; legiones de parias asaltan la Valla de la Vergüenza en
Melilla y Ceuta, las puertas que le han puesto al campo de la desesperación
para que se amputen los miembros, para que se ahoguen los muertos de
hambre; los especuladores nos suben la nota, porque dicen que hemos hecho bien los deberes de Macroeconomía.
Han
puesto una esquela en la Casa del Pueblo: ha muerto un octogenario,
natural de la montaña de Riaño, en la capital de la provincia. Se
dirá una misa en la iglesia de su aldea.
Los venados merodean en el prado de las hayas (ver fotografía).
Los venados merodean en el prado de las hayas (ver fotografía).
De
la soledad y la manipulación nos salva la buena literatura: Inés
y la alegría, de Almudena Grandes. Es el primero de los
Episodios de una guerra interminable. Trata de la invasión
del valle de Arán por guerrilleros comunistas españoles en 1944. Otro valle, otras montañas, otro tiempo.
Se
lee al calor de la lumbre. Fuera sigue cayendo la nieve o una llovizna helada.
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