La tarde del 17 de mayo, el ciudadano Anonymus pasó 90 minutos de infarto frente al televisor viendo el histórico partido de fútbol entre el Atlético de Madrid y Barcelona, en el que los dos equipos rivales se jugaban in extremis el campeonato de liga. Concluida la hora y media de escaramuzas, salió a dar una vuelta por ahí. En el Paseo de la Corredera se detuvo a echar un vistazo a las casetas de la Feria del Libro. Hojeó uno titulado Bruxos e astrólogos da Inquisición de Galicia e o famoso libro de San Cibrán, escrito por Bernardo Barreiro de W. (A Coruña, 1885). Le pareció curioso y lo compró. La calle estaba llena de gente que deambulaba de un lado para otro, niños que se divertían en los hinchables, grupos de gaitas y baile tradicional, y bebedores de cerveza sentados en las terrazas de los bares. Se acomodó en una de ellas y pidió una caña. Justo enfrente de donde se había sentado, había varios carteles de propaganda electoral, en los que se mostraban los risueños rostros de los candidatos al Parlamento Europeo. Ah, cómo no enamorarse de la líder liberal, a quien los retoques fotográficos habían transformado en una vivaracha agitadora universitaria, musa de la progresía... En cuanto al jefe de filas conservador, es verdad que nadie se resistiría al beso de un abuelo tan bondadoso y entrañable. Ecologistas y nacionalistas, fundidos en un abrazo cósmico, entonaban mantras en honor de la Madre Tierra... ¡se querían tanto! Aún no sabía si votar o no votar, pero al contemplar tantas caras de buenas personas se arrepintió de su incivismo y se propuso acudir, puntual, a la próxima cita con las urnas. Tomó un trago y leyó un fragmento del capítulo IV del libro que acaba de comprar, que trataba sobre la Verdadeira representación do círculo cabalístico: Seguen aquí multitude de rezos groseiros polo estilo, entrementres o demo está dando brincos e berros, buscando e troulando coas moedas que lle guindarán en abundancia os atemorizados confrades.
El
tiempo apacible, el frescor de la cerveza, las aceitunas que le
sirvieron de tapa, la rareza del libro, la victoria del Atlético y
la gentileza de los políticos le hicieron sentirse tan a gusto, que
tardó en darse cuenta del horrible incidente que ocurría a su lado.
Un niño, que bizqueaba y emitía gorjeos como un poseso, había
congregado a su alrededor una bandada de palomas que se disputaban
voraces las chucherías que la tierna criatura les arrojaba al
suelo, jaleado por sus padres. Las asquerosas ratas aéreas
correteaban entre las piernas de los clientes, habían ocupado una
mesa vacía y causaban un gran estropicio de vasos rotos y restos de comida pringosos. En sus vuelos rasantes despeinaban a las señoras
encopetadas y cagaban encima de los carritos de los bebés. Los papás
del infante se regocijaban permitiendo que las aves les treparan por
los brazos y dándoles de comer en el pico: ellos mismos imitaban los
picoteos de los pájaros con los labios; sus ojos,
perdigones ciegos que no se sabe dónde miran ni lo que ven.
Anonymus
estuvo a punto de insultarlos o abofetearlos, pero en lugar de eso,
pagó la consumición y se marchó a casa farfullando maldiciones
contra las palomas de la paz, los niños mal criados y sus padres
idiotas. En medio del enfado, se olvidó el libro recién adquirido en la terraza del bar, y una paloma lo manchó con sus deposiciones. Al pasar indignado
junto a los carteles de propaganda electoral, buscó la cara de
Herodes, que obviamente no estaba allí, y como se le ocurriese
llamar cafres a unos hinchas del Atlético que celebraban la victoria
con estruendoso griterío, tuvo que salir corriendo antes de que le
molieran a palos.
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