Con
ciertas tierras de confín, situadas en los extremos o fronteras,
sucede que si eres un
poco viajero no tienes más remedio que ir hasta allí, liar el
petate y echarte a los caminos en busca de ese pan de trastrigo que
son las aventuras para contar luego que llegaste al Thule de las
mitologías nebulosas exagerando o adornando las maravillas del mundo
descubierto, poniendo un unicornio en este bosque y un rey todo
vestido de oro en aquel palacio, refiriendo las penalidades de la
travesía del desierto de Irás y no Volverás, los espejismos y las
caravanas de dromedarios. Sucede con los cabos que se adentran en el
mar, las motas de tierra extraviadas en medio del océano, los
espacios en blanco de los mapas y las mesetas custodiadas por sierras inaccesibles. Sucede con la Patagonia.
Cuando
Juan Jara fue a la Patagonia se sentía indudablemente un gran
viajero, capaz de codearse con Bruce Chatwin, Francisco P. Moreno y
los exploradores que se lanzaron a la insensata búsqueda de la
Ciudad Encantada o de los Césares, que se creía existiese en la
Cordillera al sur de Valdivia, y que como Shangri-La o algunas tribus
del Amazonas permanece sin ser contactada en aras de preservar su
felicidad edénica. Aunque no tuviera que habérselas con indios
boleadores de estatura portentosa ni padecer más privaciones que la
típica y molesta diarrea inherente a cualquier desplazamiento por
países indómitos, sus andanzas constituyeron una aventura en toda
regla.
Un
avión lo llevó hasta Río Gallegos, donde hacía un frío que
pelaba, anduvo calles barridas por un viento bronco y se alojó en un
hostal barato, cuyo módico precio llevaba aparejadas incomodidades tales
como que el agua caliente no funcionara, lo que le hizo dudar entre
ducharse o no ducharse, ir aseado o hecho un marrano, dilema que
resolvió como el hombre civilizado que aún era limpiándose por
partes y cambiándose de muda.
A la
mañana siguiente subió al autobús de Río Turbio, que le permitía
atravesar la meseta patagónica por una carretera de ripio, y
comprobó que era cierto lo que señalaban los mapas, el vacío y la
aspereza de la canilla de América, en vez de poblaciones, estancias
de pioneros, como Bella Vista, El Zurdo y Glencross, y lagunas y ríos
congelados, hasta un destacamento de gendarmes en medio de la nada,
y más estepa, colinas, barrancos y matorrales, guanacos y gansos
(kaikenes) hasta cerca de Río Turbio, donde empieza el paisaje de
postal suiza, aunque Río Turbio por la noche hiciera honor a su
nombre. Abriéndose camino en la nieve, la expedición salvó el paso
fronterizo de Laguna Dorotea y descendió por la vertiente del
Pacífico hasta Puerto Natales. En Última Esperanza halló el mundo
perdido de Tolkien y Erik el Rojo, pero su destino era seguir la
estela de la Cruz del Sur, con el desvarío de surcar las aguas del
estrecho de Magallanes y alcanzar la Tierra del Fuego. Ello le
permitió conocer asentamientos de buscadores de petróleo y valles
donde se practica el esquí de fondo. Costeó el lago Kami por la
RN3, tomó un café en la Hostería Kaikén y estuvo a punto de tirar
todo por la borda e irse de trampero a las montañas Inju Gooiyin.
Ushuaia era la ciudad del fin del mundo y tenía un museo del fin del
mundo en el que lo mismo se exhibían ajuares de los indios
exterminados, que mascarones de proa de los barcos naufragados o
cachivaches de los presidiarios condenados en esa Alcatraz situada a
miles de millas de cualquier San Francisco.
Al
sur del canal de Beagle, de los islotes habitados por focas y lobos
marinos, de la primera vuelta al mundo, de los hijos del capitán
Grant y la tumba del capitán Scott, se alza en el Polo de
Inaccesibilidad la Base Vostok, donde hay un teléfono
rojo que comunica en línea directa con el Libro Guinness de los
Récords, destino predilecto de los sabios rusos que no soportan
los calores del verano en el hemisferio norte. Hasta esas coordenadas
precisas hubiera querido llegar el intrépido Juan Jara, pero se
quedó varado en el canal de Beagle, en la bahía de Ushuaia, donde a
la sazón recalaba un pesquero de bandera soviética llamado
Revolución Productiva; y
coincidir en el fin del mundo con aquellos proletarios del mar que a
lo mejor habían arrostrado las tempestades del cabo de Hornos, a
cuyo lado las de Scila y
Caribdis son como
una bañera de hidromasaje,
le puso en su sitio, esto es, melancólico y taciturno, como sin
ganas de hacerse el Marco
Polo ante sus futuros
lectores.
Comentarios
Publicar un comentario