Zamora

Al pasar por el país del alto Tera y divisar las cumbres de Peña Trevinca, Nora Castro recordaba los versos de Antonio Colinas que dicen: flores así, brotando de la nieve, / no se ven en cien años

Hacia el Esla, en Tábara, evocaba el guijarro humilde de León Felipe, a quien le hubiese gustado cantar siempre al mismo cielo, al mismo campo y en la misma casa. 

Un pinar le traía a mientes el pinar amanecido de Claudio Rodríguez: Viajero, / tú nunca te olvidarás si pisas estas tierras / del pino; y un encinar cerca del Duero, el mar de encinas castellano de Unamuno. 

La mujer que quería libre Agustín García Calvo, ¿aprendió la lección de los arroyos de las sierras del noroeste?: Libre te quiero, / como arroyo que brinca / de peña en peña. / Pero no mía

La ciudad de Zamora guarda la memoria del cerco que cuentan los romances viejos: ¡Rey don Sancho, rey don Sancho, / muy aciago fue aquel día / en que cercaste a Zamora / contra la voluntad mía!
 
Nora Castro era profesora de literatura y no agente de viajes, oficio en el que quizá le hubiera resultado imposible ganarse la vida. Ella no entendía que esta tierra que aman los poetas y caminantes atrajera a más turistas por los fastos macabros de Semana Santa que por su serena placidez de mies. A los amantes del turismo interior, ella recomendaba las estepas de Villafáfila, y despreciaba la orgía obscena de los encapuchados y disciplinantes.

Lagunas de Villafáfila

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