Llamas, Fabio, a estos campos campos de soledad y mustio collado. Donde
hubo plaza, templo y espantosa muralla solo ves reliquias lastimosas
y los estragos de la fábula del tiempo. El silencio, las malas
hierbas y los reptiles te apesadumbran e inspiran vagas memorias funerales.
Es lo que tienen las ruinas, Fabio. Uno se queda mirándolas
embobado y le dan ganas de preguntarse ubi sunt?; o menos
pretencioso, ¿a dónde vamos a parar?
En verdad te digo,
Fabio, que no hay motivos para ponerse tan lúgubre, taciturno y
alicaído. ¿Por qué ha de entristecernos ver la mansión del
cacique ocupada por una tribu de lagartos? Los turistas que vociferan y trepan por los inestables muros, ¿son acaso tan
dañinos como los guerreros que aquí tiñeron de sangre sus espadas,
violaron y degollaron a sus víctimas? Los cimientos de las viviendas
evocan la miseria, el frío intenso, los malos olores y las pulgas
con que hubieron de convivir nuestros antepasados: alegrémonos de
verlos caídos. En los campos donde apenas se escuchaba el restallar
de los látigos y el gemido de los siervos, retumba el ruido del
motor de los tractores... ah, ya no hay poesía. Fíjate en los
caminantes ociosos que pasean por el bosque: no temen las fieras ni a
los bandidos, disfrutan del tiempo libre, son sanos, son hermosos.
Por eso te digo (Neruda
te dice): sube a nacer conmigo, Caro, ven a estas alturas de la
Galicia milenaria, bebamos buen vino del Ribeiro y brindemos a la
salud del viejo corazón del olvidado.
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