Si un inmigrante viene
a España para trabajar en el campo, en una obra o en el servicio
doméstico, el conocimiento de la lengua o lenguas cooficiales del
país le será sin duda de gran utilidad; en algunos casos,
imprescindible. En otros, no tanto. Lo sabemos por los futbolistas
que fichan los grandes equipos de fútbol, instituciones que con muy buen sentido
se fijan más en las destrezas deportivas del jugador fichado que en
su perfil lingüístico: todos asumimos que el castellano o el
catalán ya lo aprenderán sobre la marcha. Y si no lo aprenden,
nuestra tolerancia es absoluta con tal de que metan goles. Sin
remontarnos a esas alturas galácticas, reparemos en que igual
permisividad manifiestan los empresarios que contratan a temporeros
para faenas agrícolas; a nadie le importa si mientras vendimian o
recogen fresas, hablan en rumano, árabe o polaco. Incluso las
personas que cuidan a nuestros ancianos o limpian nuestros hogares, a
veces solo son capaces de entender instrucciones rudimentarias, sin
que esta ignorancia les impida realizar satisfactoriamente sus
labores. Si una profesora de matemáticas lituana o una médica
danesa quisieran trasladarse a España, deberíamos conformarnos con
que la una supiera explicar su asignatura, la otra sanar
enfermedades, y ambas, farfullar cuatro palabras para salir del paso;
la competencia lingüística la adquirirán inevitablemente en el
ejercicio de sus profesiones; por cierto, de manera más rápida y
efectiva que en cualquier academia de idiomas.
Cuando las
personas inmigrantes permanecen mucho tiempo entre nosotros, la mayoría
acaba por desenvolverse con la soltura suficiente para llevar una
vida normal. Los menores que traigan con ellos habrán de
escolarizarse en la escuela española, casi siempre en la publica, y
seguramente necesitarán medidas de apoyo. Incluso los hijos que
nazcan en España adquirirán como lengua primera la de
su entorno familiar, por lo que también podrán requerir de un algún
tipo de ayuda. Esto tiene un coste para el Estado, es decir, para los
servicios públicos que los inmigrantes contribuyen a sostener con su
trabajo y de los que lógicamente les corresponde beneficiarse como a
cualesquiera otros ciudadanos.
Es, pues, en la escuela
donde se deben concentrar los esfuerzos para integrar a estas
personas en la sociedad civil. La
pretensión de exigir diplomas de español
a los inmigrantes que quieran instalarse en España responde
a una política de carácter disuasorio
o selectivo, que, en efecto,
también se
aplica en otros países de nuestro entorno rico. Si a la larga
vinieran menos inmigrantes, todos con un título universitario bajo el brazo y los verbos irregulares aprendidos, tal vez la inmigración
generase menos alarma social. La cuestión es si aparte de dominar la
lengua de Cervantes, tales trabajadores estarían dispuestos a asear
a ancianos dependientes, subirse a un andamio, o doblar el espinazo
en la campaña del espárrago. La gente que viene a trabajar, a
realizar trabajos a menudo ingratos y en condiciones de explotación
laboral, ya tiene bastantes problemas para que les hostiguemos con
exámenes de españolidad que quizá no aprobarían algunos españoles
nativos. A los recién
llegados no les queda otro
remedio que esforzarse por entender y hacerse entender, para lo cual
ciertamente no les vendrán mal cursos que favorezcan su integración.
Esta tarea sí nos incumbe a los profesores de lengua y la asumimos
orgullosos. Pero pretender que actuemos como comisarios lingüísticos
de fronteras, no. A algunos no nos gusta que el idioma se utilice
como bandera y, menos aún,
como
valla para contener a los bárbaros.
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