La
importancia de los reyes en la literatura consiste en que sin reyes
no habría princesas y sin princesas no hay literatura. Las
princesas, infantas o infantinas -que vienen a ser lo mismo- son casi
tan maravillosas como las hadas, pero más humanas. Es inverosímil,
por ejemplo, imaginar a una vulgar plebeya, a una ciudadana Martínez
que se depila el bigote y le transpiran las axilas, echando migas a
los cisnes del lago, luciendo el palmito en el jardín de los pavos
reales o acostándose a escondidas de su majestuoso padre con un
paje, que es un híbrido de querubín y truhán. Coyunturalmente las
princesas se ponen tristes y los suspiros se escapan por su boca
de fresa. Hay princesas para todos los gustos: Leia Organa, de
Star Wars; la princesa Aurora, de la Bella Durmiente; las princesas
de Gales y de Asturias, países verdes; la princesa Shikishi, de la
familia imperial japonesa, cuyos versos figuran en el Shin
Kokinshu; Jasmín, la de Aladino, etc. Las que esperan el beso
de un príncipe azul cotizan a la baja por ñoñas y por ridículas.
En los romances medievales las encontramos subidas en la rama de un
árbol, seduciendo a los caballeros que cruzan el bosque; y
encerradas en la torre de un castillo, mientras el tonto de su
enamorado canta con voz de sirena y abreva al caballo con agua del
mar.
Las
princesas son tan necesarias a la literatura como las metáforas o
los asesinos, si no un poco más. Deberían declararlas, pues,
especie protegida y meterlas en un parque nacional con reyes, cisnes,
dragones y unicornios, en un sitio idílico parecido a las marismas
de Doñana, en el país de Nunca Jamás, para que nosotros -súbditos leales- podamos soñar felices y comer perdices, y concluir la
fábula recitando la entrañable coletilla de... colorín colorado este
cuento se ha acabado.
Teodoro Andreu, República, 1931 |
Comentarios
Publicar un comentario