Día de campo en los Balcanes, 1989


Mi compañero de la Universidad Z. y yo fuimos a Graeshnica a finales de mayo. Graeshnica está en el distrito de los montes Baba, al lado de la frontera griega. Al sur del macizo se extiende la llanura de Pelagonia y al otro lado de las montañas, hacia el poniente, queda el lago Prespa.
Z. y yo fuimos desde Skopje a Bitola en autobús de línea. Los familiares de Z. vivían en un barrio deprimido, de calles maltrechas, pisos baratos y descampados en los que crecía una maraña de malas hierbas: eran gente pobre, ante la cual  resultaba obsceno hablar de viajes por el mundo y países fabulosos. Nos pusieron de comer una sopa con albóndigas. En las tajadas abundaban los trozos de ternilla más que la carne y luego, en la sobremesa no hubo postre ni café. La mujer, que quizá rondase los treinta años, aparentaba el doble, y se exhibía ante las visitas desaseada y zarrapastrosa, sin que ello pareciera preocuparle. El hijo, de trece años, soñaba con emigrar a Australia, y quería saber todo acerca de Melbourne. El primo de Z., con su buena planta de jenízaro, no hacía más que meternos prisa para salir de casa lo antes posible. Por algunos comentarios de Z., yo estaba predispuesto contra este individuo, que maltrataba a la mujer, se emborrachaba y no tenía oficio ni beneficio. Pero como le habíamos traído un surtido de revistas porno de Viena, que él revendía entre sus amistades, estaba encantador con nosotros y se despidió de su esposa besándola en la frente.
Fuimos andando a la estación de autobuses. La basura se amontonaba fuera de los contenedores sin que nadie se molestase en recogerla. Llegamos con el tiempo justo para subir al coche que cubre la línea de los pueblos del sur de los montes Baba. La mayoría de los pasajeros eran campesinos. Los únicos extranjeros éramos nosotros, que no sabíamos distinguir entre macedonios, albaneses y turcos.
El coche nos dejó en un cruce, desde donde partía un sendero que se adentraba en la montaña. El camino estaba embarrado, lleno de charcos y lo cruzaba un sinfín de arroyos. Anduvimos durante más de un kilómetro. El país es boscoso, de buenos prados y sierras que frecuentan los osos y los lobos.
Llegamos a una aldea medio abandonada. Las casas montañesas, hechas de piedra, adobe y vigas de madera, se asentaban, dignas, entre la frondosidad de los huertos. Había también una porción de casas nuevas de cemento y ladrillo, inacabadas pero seguramente dotadas de los adelantos de la vida moderna. La casa de la familia de Z. era de las más desvencijadas. En la planta baja había dos cuartos trasteros, sin solado, en los que se acumulaban toda clase de cacharros inservibles, incluso una gorra de partisano colgada de un clavo en la pared. Por una escalera de madera se accedía al piso de arriba, que constaba de una diminuta pieza de paso, con una ventana que daba a la calle, y dos habitaciones: en la grande había tres camas, y era al tiempo cocina y sala de estar; la pequeña consistía en un dormitorio, con una cama, una estufa de leña y una mesilla con un televisor. Por lo que respecta al cuarto de baño, el primo de Z. nos recomendó salir al campo o detrás de la cuadra  antes de que oscureciera.
El horno de pan lo utilizaban las vecinas turcas. El primo se empeñó en explicarnos todo el proceso y en que observásemos cómo la vecina sellaba el cierre de piedra con boñiga de vaca. Sin duda, le parecía un espectáculo pintoresco para turistas occidentales y no nos dejó en paz hasta que ayudamos a la señora a terminar la faena.
Por la noche, cenamos un poco de fiambre y los cuatro nos reunimos frente al televisor, sentados unos en la cama y otros en el suelo. La luz de la lámpara era tan tenue que apenas distinguíamos los bultos de las cosas. Vimos un programa de la televisión yugoslava, el típico show para las familias con coreografías vistosas, canciones de moda, magos y humoristas. Al primo de Z. y a su hijo les hacía mucha gracia, pero nosotros no entendíamos el idioma y solo nos fijábamos en las mujeres guapas.
Antes de irnos a dormir, el primo de Z. se quejó de que los eslavos abandonasen el pueblo y cada vez hubiera más albaneses y turcos. Mientras nos proporcionaba unas mantas para combatir el frío y arroparnos sin deshacer las camas, habló maravillas de Tesalónica, ciudad que había visitado en un par de ocasiones. 
El chico nos dio las buenas noches y preguntó si había vuelos directos de Belgrado a Melbourne, en la lejana Australia.  Al rato se oyó roncar al jenízaro y fuera, en la aldea solitaria, el ladrido de los perros. Luego ni siquiera eso.

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