Biblioteca en un pueblo de las Landas, Francia |
Estaba en la biblioteca
municipal consultando la
Historia de los reyes de Britania,
que escribió Geoffrey de Monmouth en el siglo XII. Leía el
capítulo V, dedicado a los bárbaros, donde Merlín profetiza que
los mortales se embriagarán con el vino producido y
olvidándose del cielo se volverán hacia la tierra. Las estrellas
apartarán sus semblantes de ellos y confundirán su acostumbrado
curso. Al indignarse estas, se secarán las mieses y no caerá
ninguna humedad de la bóveda celeste. Raíces y ramas intercambiarán
sus papeles, y la rareza de este hecho se considerará un milagro.
En realidad había acudido a la biblioteca para preparar las
oposiciones de Auxiliar Administrativo, a las que me presentaba por
tercera vez consecutiva con la esperanza de convertirme en un
oscuro funcionario. El libro sobre los britanos consiguió distraerme de tan noble propósito y, vagando de una
estantería a otra, no pude evitar la tentación de hojear un volumen
sobre la tumba de Tutmosis III, un tratado de Antropología de Juan
Luis Arsuaga, una edición vetusta de Moby Dick, un
diccionario de la lengua finesa, una guía botánica de Sierra
Nevada, un poemario de Gabriela Mistral y un compendio de Álgebra
vectorial publicado en castellano por la editorial Mir de la Unión
Soviética.
Entonces la encargada
de la biblioteca apareció con una pila de libros en las manos entre las secciones de Literatura griega y Astronomía.
Uno de los libros cayó al suelo y la bibliotecaria se agachó a
recogerlo. Al hacerlo, se le vieron por unos instantes los pechos, o solo el principio de ellos, casi nada, pero lo suficiente para poner en su sitio los infinitos volúmenes de la biblioteca y los millones de páginas
pobladas de invenciones, simulacros y fantasías. Cuando la joven de bellos ojos negros desapareció entre las estanterías de las
crónicas de Indias y las obras completas de Dostoievski, los
vaticinios y los druidas se habían esfumado, y yo penaba de amor por ella.
Supe
que la bella bibliotecaria se llamaba Aldonza y que otros lectores la
amaban en silencio y la llamaban en sus delirios Dulcinea. Por
ella abandoné la lectura de
los libros que arrastran a
los hombres al
desvarío y la alucinación. No obstante, hube de aplicarme con denodado esfuerzo al estudio del temario de Auxiliar Administrativo. Si
quería merecer el amor de Aldonza debía ser un hombre de provecho, un funcionario, pero no un caballero andante de los
que yerran por los caminos en busca de aventuras.
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