Sus
tatarabuelos fueron celtas, godos o cromañones, pero nunca –Dios
es grande y misericordioso-, árabes. Contempladlos sobre un tapiz
verde de montañas y prados: recios, fuertes, quizá algo brutos: son
los chicos (y chicas) del Norte. Blasonan de hidalguía combinada con
un aire de campechano ruralismo. Sus costumbres son ancestrales;
centenarios, sus robles; y sus piedras, milenarias. Hablan castellano
de verdaz,
sin torpes aspiraciones; o mejor aún, lenguas propias con historias
propias y universos paralelos.
Son, no obstante, parcos de palabras: una blasfemia suya vale más
que mil zalamerías de un embaucador fenicio. Trabajadores cabales,
no se echan la siesta ni beben en botijo. Cuando bajan por el mapa
abajo, les horripilan las llanuras resecas, las ciudades sin mar y
las personas sin fundamento. Una nostalgia lírica los mata entonces
de muerte natural. Gracias a que se detestan unos a otros, como
buenos españoles, no tenemos una Liga Norte a la moda de Italia.
Son, en fin, primos carnales del tonto del duende, el saleroso
impertinente y el toro de Osborne.
Comentarios
Publicar un comentario