Por tierras de Soria




Que el mito es tozudo se ve a las claras en Soria. Durante unos días de agosto he viajado por las comarcas del Valle y las Tierras Altas, tomando como base Valdeavellano, al pie de la sierra Cebollera. Figuran estos distritos entre los más desconocidos de una provincia desconocida, que, sin embargo, goza de gran prestigio literario. Bécquer se fue a curar de su tuberculosis en las asperezas del Moncayo, por la parte de Aragón, y ambientó algunas de sus leyendas en Soria; pero no es esta Soria romántica de bosques tenebrosos, gnomos, ninfas y encantamientos, dignos del folclore germano, la que ha calado en el imaginario popular, sino la de Antonio Machado y la literatura de principios del siglo XX, período de crisis de la modernidad, en el que tanto duele el retraso de España, como se añoran sus glorias imperiales. Ni que decir tiene que en mi equipaje de viajero por Soria no faltaba un ejemplar de Campos de Castilla, releído con devoción a la sombra de un roble, o más bien, a la luz de una lámpara en la tienda de campaña, y ya casi aprendido de memoria.

Es curioso que a un poeta que dice cosas tan tremendas de Soria y de Castilla, se le tenga tanto aprecio en esta tierra, donde su recuerdo es omnipresente, y se le considere el cantor de Castilla por excelencia, y sea uno de los poetas más queridos de España. A dilucidar tales cuestiones, y a confrontar la Castilla del mito con la Castilla que hemos descubierto en nuestras andanzas por Soria, están dedicadas las siguientes líneas.

Algunos españoles creemos ver en Machado la encarnación del hombre humilde, el buen republicano y la víctima inocente del fascismo. Por exaltar a la España del cincel y de la maza, a la otra España que la España oficial se ha aplicado en borrar de la historia, es normal que le rindamos culto como a una especie de santo laico. No obstante, dicha imagen sagrada de martirio sería insuficiente para convertirlo en santo de la devoción de todos los españoles. Para ser de todos, hay que escuchar el manantial sereno del que brotan sus versos. Versos que destilan sincero patriotismo, pintura de paisajes, religiosidad evangélica, librepensamiento, amor y soledad… He ahí al poeta patrimonio sentimental de toda España, sean estas dos o doscientas. Antonio Machado es hoy un clásico a quien, como a todos los clásicos, se siente e interpreta desde infinitas perspectivas, y a quien todos los colegiales del país han recitado alguna vez, monotonía de lluvia tras los cristales, en las aulas. Y a diferencia de otros clásicos distantes, accesibles solo a la inmensa minoría, el autor de las complejas elucubraciones de Abel Martín, ha logrado que su literatura sea, como quería Juan de Mairena, diálogo de un hombre con su tiempo.

Si el reconocimiento alcanzado en España es inmenso, en Castilla se le quiere como a una gloria propia. Y eso que en España, las críticas o agravios que desde una comunidad se lanzan a otra hacen saltar chispas. Imaginemos que a un poeta castellano se le ocurriera escribir de Andalucía: Andalucía miserable, envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora; o tildar a los andaluces de atónitos palurdos... ¿Cuánto tardaría en ser acusado de intelectual mesetario, antiandaluz y prepotente? ¿Sería tan leído y querido como Antonio Machado en Castilla? Se diría que a Castilla le resbala lo que se diga de ella, y que incluso muchos castellanos suscriben las ofensas a su país. ¿Hemos dicho castellanos? Castellanos si los hubiera o hubiese: esa es la cuestión. Porque cuando insultan a España, bien que salen a defenderla en los pueblos y ciudades de lo que antaño fueran las Castillas; sobre todo, si los agravios proceden de Cataluña, es decir, de la comunidad de España que, precisamente por no ser Castilla, suscita más recelos, inquinas y desafectos absurdos. Dígase de Castilla lo que se quiera, porque nadie se da por aludido. Si usted llama imperialista a Castilla, si usted airea toda esa morralla de la austeridad, el misticismo, la hidalguía, habrá una derecha que mire orgullosa al frente, y una izquierda que mire a otro lado o agache la cabeza avergonzada; pero ni unos ni otros tienen la vista puesta en Castilla. Ello otorga cierta impunidad a quienes ponen de vuelta y media a esta tierra, porque insultar a Castilla es como insultar al País de Jauja, Eldorado, Utopía o la Atlántida: meras creaciones de la fantasía o la ideología.


El romance de Machado con Soria no fue ciertamente un flechazo. Antes tuvo que enamorarse de Leonor: amor a una persona, más humano y creíble que el que dice sentirse por una patria en abstracto. Sabemos por los biógrafos del poeta –sigo a Ian Gibson-, que las primeras impresiones de Soria fueron poco halagüeñas. El poeta andaluz procedía de Madrid, donde se había educado en el ambiente selecto de la Institución Libre de Enseñanza. Había viajado a París, así que no nos sorprende que la pequeña capital de provincia le defraudara: Sería un error pensar que el poeta se encontraba muy a gusto en Soria. La realidad es que no estaba hecho para la vida en provincias, y echaba mucho de menos la capital. De modo que, cuando se entera en el verano de 1908 -que pasa con su familia- de que hay una cátedra de Lengua Francesa vacante en el madrileño Instituto de San Isidro, no duda en expresar al Ministerio de Instrucción Pública, el 2 de septiembre, su deseo de tomar parte en las oposiciones. Y no sólo eso, sino que, como le explica en una carta a Rubén Darío, espera, una vez conseguida la cátedra, permutarla con la de Sevilla. ¡Sevilla! ¡Siempre la añoranza del paraíso infantil! (Ian Gibson, Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado, 2007, pág. 224). Que Soria homenajee a Machado está muy bien, pero sin olvidar nunca a Leonor, la joven soriana a la que amó el poeta y a la que en verdad debemos la pasión por Soria y Castilla del insigne autor del 98. Nada de épica hay en esta conmovedora historia: cuando la muerte se llevó a Leonor siendo casi una niña y el poeta abandonó Soria, la nostalgia de Soria se confunde con la del amor perdido, y Soria se transfigura en mito de la literatura en lengua castellana.

No todo lo que el poeta dice de Soria honra a los sorianos. Su visión de una tierra fría, triste y decrépita, especie de torreón desmochado del castillo de Castilla, es la que se enseña a los niños en la escuela, donde la Literatura vence a la Geografía; la que ha arraigado en la cultura española, y la que permanecerá obstinadamente por mucho que vayamos a Soria y la veamos con nuestros propios ojos: pleonasmo criticado por los gramáticos, pero que tiene su aquel de filosofía. Durante mi viaje por Soria, encuentro a algunos sorianos indignados por la publicación de una encuesta –sesgada, leo en la prensa local; cretina, diría yo-, según la cual Soria es la provincia más triste de España: la provincia de la triste figura. Quizá se haya calculado la densidad de discotecas por kilómetro cuadrado, clubs náuticos, estaciones de esquí, parques de atracciones, o macrofestivales de verano; y la fría y pura Soria sale malparada en las estadísticas. Aunque bien mirado, ¿son sus inviernos tan severos como los de Moscú?, ¿está en una esquina remota del planeta como la Patagonia? Que Soria no encaje en la tontería de la posmodernidad es un atractivo añadido para nosotros, para quienes creemos que no está el mañana -ni el ayer- escrito, digámoslo en verso de su poeta, y que no pesa ninguna maldición sobre estas comarcas del Alto Duero.


En Campos de Castilla, Machado se queja del hombre que incendia los pinares y tala los robledales de la sierra, transformando el país en un páramo maldito, del que están condenados a emigrar los hijos de la tierra. Esta “ecuación del páramo” (Castilla = páramo = x, donde x puede ser desde el espíritu ascético al realismo literario, pues todo vale en tales álgebras pardas) es, al parecer, verdad irrefutable. Es cierto que el turista que visite las ruinas de Numancia y emprenda el camino de las Tierras Altas por el puerto de Oncala, disfrutará de la vista de ásperas parameras. Pero, a poco observador que sea, se dará cuenta de que en la Soria actual, como en otros muchos sitios, el monte se está comiendo los campos de cultivo, y avanza por los yermos y las laderas de las montañas; y estos bosques, quizá no tan vistosos como los de la costa atlántica por su menor colorido y exuberancia, son, en cambio, de alta calidad ecológica, y se cuentan entre las maravillas de Europa occidental, como los sabinares de la zona de Calatañazor o los inmensos pinares de pino silvestre de Urbión. La riqueza forestal de Soria contradice el tópico de Campos de Castilla; y si nosotros nos tomábamos a chanza un alma de Castilla forjada a imagen y semejanza de sus estepas, porque no creemos que exista tal alma de las naciones, no vamos a inventar ahora un alma soriana nacida del misterio de los bosques y los dioses celtas. Nuestro grosero materialismo entiende que la transformación del paisaje es consecuencia de los cambios ocurridos en los modos de producción, y por tanto, en la estructura económica del país. Si los campesinos de principios del siglo XX incendiaban los bosques por necesidad de pastos para la ganadería extensiva, y de labrantíos para la agricultura cerealista, no lo hacían porque fueran unos salvajes, enemigos de los árboles y de la lírica. Como el capitalismo global ha arruinado ese modelo económico, ya no hace falta arrasar el monte, y el bosque rebrota por dondequiera. En la Casa de la Madera de Revenga, en la provincia de Burgos, leo que Castilla y León es el territorio con mayor superficie forestal de España (también es el más extenso) y que sus bosques equivalen a la superficie de países como Suiza, Holanda o Dinamarca. ¿Quién lo diría? Desde luego, no los cantores oficiales de Castilla: Azorín, Unamuno, Machado, Delibes… Tampoco el conductor que atraviesa las Castillas a 120 kilómetros por hora, aburrido de ver llanuras peladas, y ansioso de llegar pronto a una playa donde pegarse un baño, o a una ciudad civilizada, verdadero oasis en el desierto. Muda, pues, la piel de los países: donde crecía selvático el robledal, apenas medran los eucaliptos; el pinar verdea donde amarilleaba el centeno; y las urbanizaciones y centros comerciales florecen en las tierras de labor que hace décadas abastecían a las villas. Tuvo Antonio Machado un hermano también poeta. Y este otro Machado es el autor de unos de los versos más repetidos para caracterizar el supuesto paisaje eterno de Castilla: Por la terrible estepa castellana, / al destierro, con doce de los suyos / -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.


El hecho positivo es que con bosques o sin ellos, los sorianos siguen emigrando, y la provincia ostenta la marca nacional de despoblamiento; y aún se dice que es uno de los lugares de la Unión Europea con menor densidad de habitantes por kilómetro cuadrado, honor que en justicia debería corresponder a los remotos archipiélagos de Escocia o a las regiones árticas de Escandinavia, y no a una provincia que se halla relativamente cerca de Madrid y los emporios del Mediterráneo. Recuerdo el lamento de una madre castellanoleonesa, cuyos dos hijos habían marchado a trabajar fuera: el uno, químico, a Madrid; y el otro, ingeniero, a Luxemburgo. “¿Quién trabaja en este país, que no sea en Madrid o Barcelona?”, se quejaba la señora con comprensible amargura. Podría haber añadido cuatro o cinco ciudades más, capitales de la España del capital, que algunos confunden con la España plural, pero atinaba al señalar la lacra de la acumulación del poder, la industria y el comercio en determinados centros; riqueza que llama a riqueza y que conlleva el sometimiento del resto del país a esos dinámicos focos de expansión capitalista. Soria no es pobre de solemnidad ni está desahuciada por la historia, pero, igual que en tiempos de Antonio Machado, se sitúa en la periferia de la España desarrollada. El bienestar al que puede aspirar Soria es distinto del madrileño o barcelonés; por lo pronto, Soria no necesita un aeropuerto como el de Madrid ni un puerto como el de Barcelona, aunque tampoco le estorba que los haya donde sí son necesarios. Al pasar por los pueblos de Soria se me ocurre compararlos con los pueblos de la Selva Negra alemana, idílicos, sí, pero con polígonos industriales en las afueras de las villas y en los claros del bosque. Una Soria con árboles e industrias, lo contrario del tópico; una Soria que no deje todo el peso del crecimiento al turismo rural; una Soria con excelentes servicios públicos de sanidad y educación, mucho más importantes que la proliferación disparatada, y a menudo criminal, de infraestructuras viarias y urbanizaciones; una Soria así, ¿por qué no ha de ser posible?



La persistencia del mito es quizá lo más parecido a la eternidad que existe a escala humana. Pasan las generaciones, cambian los sistemas económicos y políticos, y el mito, la interpretación poética del misterio, permanece. Nada que reprochar, pues, a quien las ringleras de piedras del yacimiento de Numancia le inspire sentimientos de resistencia patriótica; y en las estepas del Alto Duero descubra al fantasma del Cid galopando sobre Babieca con la Tizona desenvainada. El mito es más ciénaga de brumas fantasmales y lagunas negras, que terreno firme sobre el que sustentar una identidad colectiva. Durante mi excursión por tierras de Soria, he subido a una laguna de origen glaciar situada a cerca de dos mil metros en la sierra Cebollera. No tiene la fama ni la aureola mítica de la Laguna Negra de Urbión, en cuyas aguas sombrías los hijos de Alvargonzález arrojaron el cadáver del padre asesinado, según la leyenda de Antonio Machado. Quizá temeroso de una decepción al verla profanada por turistas o sucia de desperdicios, preferí que la prosa de la vida real no me sacara de mis ensueños. En la sierra Cebollera no había nadie: unos caballos pastaban en las altas praderías, al pie de los riscos, por donde se precipitan los arroyos de montaña. Yo tampoco escapé del encanto del mito, buscando en un lugar recóndito de las cumbres mi propia Utopía. En una venta de Oncala, en las fragosidades de Yanguas, en las ruinas celtíberas, en los caminos de Antonio Machado, vi lo que llevaba dentro de mi corazón… y más. Y todo ello es Soria, al menos mi Soria verdadera, que no tiene por qué ser la Soria de verdad:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.



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