Mi
hijo mayor me pregunta:
¿Por
qué, cuando estuvimos en África, no vimos jirafas ni leones como en
los documentales de televisión?
Aterrizamos
en el aeropuerto de una gran ciudad, rodeados de viajeros procedentes de Madrid, Yakarta, Chicago o Estambul.
Las personas que nos cruzábamos en la calle, ¿a qué tribu pertenecían?
¿Eran unos muertos de hambre? ¿Se mostraban hostiles al hombre blanco?
Había
coches, atascos y mucha más contaminación que en nuestra ciudad de
Europa.
¿Dónde
estaban las verdes colinas de África y las nieves del Kilimanjaro?
Fue
una suerte que nadie nos robara la cartera o sucediera una
desgracia peor.
¿De
dónde salían tantos niños, riadas de niños que inundaban las
calles, sin temor de que los secuestraran para llevárselos a la
guerra?
Mi
hijo mayor me pregunta:
Si
solo estuvimos allí veinte días, si no recorrimos la sabana en todoterreno para fotografiar animales salvajes, si no seguimos los pasos del doctor Livingstone, ¿por qué echamos de menos África?, ¿por qué la queremos tanto?
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