Madrid




Cuando vivía en Madrid, Nora C. odiaba o creía odiar Madrid, como muchos madrileños. Pasear por el barrio de los Austrias y leer a Galdós mitigaba el desafecto, pero no lo extirpaba de raíz y el mal persistía. Los viajes le permitieron conocer otras ciudades igual de malas o igual de buenas. La lejanía, como es natural, trajo la nostalgia, sentimiento que se cree exclusivo de quienes residen en sitios maravillosos donde la gente es sana y el aire puro. La antipatía que profesan a Madrid y los madrileños muchos españoles, y en particular, determinado perfil de españoles, acrecentó su estima por la capital de la Meseta y un orgulloso sentimiento de pertenencia a la nación de los desterrados. Lógicamente cuando volvía a Madrid sus paisanos la decepcionaban y por eso no incurría en el lugar común de idealizar la patria chica o aldea (aunque sí en el de despreciar la Corte). Menos aún incurría en el error de jactarse de ciudadana del mundo, que es lo que pregonan los madrileños acomplejados para lavar su imagen de madrileños: ser de un poblachón manchego le parecía mucho más bonito y, desde luego, más universal.

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