La
filosofía, la gramática y la retórica son las vías tradicionales para
abordar el estudio del lenguaje, y las tres son complementarias.
Respecto de la primera, advirtamos que la
lengua, como la religión o la patria, es algo que nos viene dado por la sociedad
en que vivimos. Podemos apostatar de la fe en dios que nos inculcaron
nuestros mayores y renegar de la nación en que nacimos, pero
difícilmente podemos prescindir de la lengua o lenguas propias de
nuestra comunidad. El lenguaje es requisito imprescindible de nuestra
condición humana, pero administrado por quienes ostentan el poder de
la fuerza o el incivismo, la lengua es un instrumento de dominación,
de la que solo una educación humanista y democrática ayuda a liberarnos.
La
gramática enseña a hablar bien y escribir bien, que es el modo como
se aprende a pensar bien. Solo mediante el diálogo con el otro, sean
nuestros maestros o las obras literarias que nos transmiten las
palabras que perduran en el tiempo, dispondremos de un bagaje
adecuado para ser personas críticas en una sociedad alienante.
La
retórica no es el arte de camelar al prójimo ni el gracejo para
soltar necedades con eficacia comunicativa. Como disciplina vinculada
a la democracia y la justicia, el decir bien debe ligarse en la
escuela al pensar bien y al pensar en libertad.
En
cualquier caso, no nos compliquemos demasiado con terminologías
abstrusas y análisis sintácticos. La mayoría de las veces
basta con leer, eligiendo bien las lecturas; dialogar, que no es
exigir atención incondicional a los monólogos del profesor;
escribir y estudiar: estudiar también, incluso memorizar... para
que no les pase a nuestros alumnos lo que al personaje de la historieta, que pidiendo
abolir la pena de muerte vacilaba entre decir “que se abola” o
“que se abuela”, cuando lo importante es que se elimine.
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