Al principio, la profesora de
literatura quería convencer a sus alumnos de las bondades de la
literatura, pero estos se mostraban impasibles o desdeñosos, y los
discursos apologéticos no tocaban su fibra sensible, que, aunque
pudiera parecer lo contrario, también tenían. Si se trataba de
vivir vidas virtuales, los videojuegos superaban en resolución y
emoción a cualquier novela de la literatura clásica; y en cuanto a
la virtud de adquirir cultura, en el teléfono
celular atesoraban más sabiduría que todas las bibliotecas y
universidades del mundo.
La profesora amenazó entonces
con suspenderlos si no estudiaban la literatura, y algunos de ellos
la estudiaron a fondo e incluso se aprendieron de memoria la lista de
las obras completas de Galdós, por lo que merecieron un
sobresaliente. La asignatura seguía, sin embargo, sin motivarlos,
que como todos los padres saben, es lo peor que le puede pasar a un
profesor.
La profesora cambió entonces de
estrategia y decidió aprobarlos a todos con la única condición de
que en la clase de literatura se limitaran a disfrutar de la
literatura leyendo textos en voz alta o baja, individualmente o en
grupo, sin prestar demasiada atención a los análisis estilísticos.
El primer día de la nueva etapa
pedagógica acudió a clase con un solo libro, lo abrió por una página
al azar y leyó en voz alta:
Antes
de amarte, amor, nada era mío:
vacilé
por las calles y las cosas:
nada
contaba ni tenía nombre:
el
mundo era del aire que esperaba.
Hubo un rumor que no sabemos si
era de éxtasis o hastío; a una alumna le entró la risa floja, otro
bostezó, el de más allá aprovechó el descuido de la profesora
para hacer los ejercicios de física que no había hecho en casa...
Pero la verdad es que al llegar al penúltimo terceto, transidos de lírico frenesí, los pocos que no se habían dormido aplaudieron a rabiar la recitación, gritando "¡Otra!, ¡otra!", para que mientras la profesora se distraía con los versos, a ellos les dejara distraerse con sus cosas.
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