Cartas finlandesas, 1896




Ángel Ganivet se doctoró en 1888 con una tesis sobre La importancia de la lengua sánscrita que, al parecer, presentó en segunda instancia tras haberle rechazado la Universidad un proyecto sobre España filosófica contemporánea. Lo cierto es que en su obra literaria hay más filosofía que filología, y en la vida práctica, una carrera consular que lo llevó a representar al Estado español en Amberes, Helsingfors (Helsinki) y Riga. En esta última ciudad, la capital de Letonia, se mató tirándose al agua del río Dvina Occidental o Daugava en la simbólica fecha de 1898. La Wikipedia atribuye el suicidio a una depresión provocada por la ausencia de su mujer, la soledad, la pérdida de las últimas colonias españolas y la grave situación del país, aunque nos cuesta creer que todas las desgracias le afectasen del mismo modo, por mucho que al escritor noventayochista le doliera España.

La lectura de las Cartas finlandesas le quita el dolor de España a casi cualquier español contemporáneo. Y es que resulta imposible no sentirse más identificado con los finlandeses del Gran Ducado, bajo soberanía rusa en 1896, que con nuestros antepasados de las mismas fechas. Se ve bien a las claras que afortunadamente no existe una España eterna ni cosa que se le parezca, y que si España nos causa vahídos y amagos de infarto, la curación es política: no hemos de vivir siempre quejosos de una mala salud congénita.

El cónsul Ganivet se muestra, por lo general, cabal, ecuánime y adelantado a su tiempo. Valga un inocente apunte visionario: en el capítulo dedicado a cómo se divierten los finlandeses, trata, por supuesto, de su afición al esquí, o como él dice, “patinación”, y expone el sueño de una “Finlandia andaluza” consistente en aprovechar la nieve de las montañas de Granada para fomentar el deporte nórdico en nuestra tierra. ¡Qué grata sorpresa le causaría al diplomático, autor del Idearium español, ver a sus paisanos patinando por las laderas de Sierra Nevada en una de las mejores estaciones de esquí de Europa!

Sus ideas sobre la federación no desentonan en el debate político contemporáneo y pueden pasar por avanzadas en el conflicto latente entre separatistas y separadores del Estado: Para mí, la federación no debe ser una organización estática, sino dinámica; no propia de un cementerio, sino hecha para que podamos vivir y movernos; no inmutable, sino transitoria y encaminada hacia la “unidad” (p. 35). También previó la importancia de la educación en una sociedad que aspire a la verdadera democracia: La transformación de los sistemas políticos no depende de los cambios exteriores, sino del estado social: un pueblo culto es un pueblo libre; un pueblo salvaje es un pueblo esclavo, y un pueblo instruido a la ligera, a paso de carga, es un pueblo ingobernable. Las libertades las tenemos dentro de nosotros mismos: no son graciosas concesiones de las leyes (p. 44).

Pero es en ciertas cuestiones de género donde el cónsul de Finlandia -hombre y español de su tiempo- se revela más desacertado, quizá porque los prejuicios contra la mujeres han tenido históricamente mayor impacto en la vida social que los religiosos o nacionalistas. Sorprende a Ganivet la libertad de las mujeres finlandesas, su soltura para relacionarse con los hombres y su independencia, si bien echa de menos en ellas la feminidad de las españolas, pues para las finlandesas la maternidad y la seducción no son los únicos objetivos de su vida y ello les resta encanto femenino. Pero he aquí que en la España del siglo XXI las mujeres no solo practican el esquí, sino que también se divorcian, viven solteras, montan en bicicleta y administran sus negocios. El cónsul afirma que en España sería imposible establecer escuelas mixtas y hoy la coeducación solo la discuten minorías radicales con argumentos de impostada pedagogía. No anda, sin embargo, descaminado al augurar las dificultades con que habrá de enfrentarse el futuro don Juan: La frescura del temperamento, apoyada por la instrucción, salva a estas mujeres de la caída pasional; de suerte que para engañarlas no queda más camino abierto que el de la propaganda científica. Don Juan tiene que convertirse aquí en maestro de escuela, porque Doña Inés está cargada de diplomas; en vez de declamar tiradas de versos apasionados, tiene que discutir como un sofista (p. 83-84).

  Sin duda el progreso habrá matizado la sombría percepción de España que arraigó en el imaginario finlandés, y es posible que los laboriosos, calculadores y pragmáticos hombres y mujeres del norte envidien algunos aspectos de nuestro modo de vida meridional. También nosotros hemos aprendido que Finlandia no es una tundra en la que luchan por sobrevivir los pastores de renos y los osos polares, y admiramos a los finlandeses por su seguridad social, sistema educativo y ecologismo, por todo lo cual quisiéramos parecernos a ellos.

El espectáculo sangriento de una corrida de toros que el viajero sueco Lundgren describe en sus Impresiones de un pintor (1882) asquea incluso a los amantes sinceros de la tauromaquia: caballos destripados, perros de presa para azuzar a los toros, personas heridas sin posibilidad de atención médica... y en un asunto tan patriótico como el de las fiestas tradicionales, el ideario de Ganivet se despeña por el abismo de un nacionalismo absurdo, racista y bárbaro: no hay posibilidad de que un europeo que no sea español comprenda un espectáculo romano y moro (p. 121). Por lo que a mí respecta, ni siquiera siendo “español”.

Ángel Ganivet, Cartas finlandesas. Hombres del Norte, Madrid, Nórdica, 2006

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