Cae la cascada del precipicio y
forman un alcázar de hielo sus espumas y salpicaduras. Las
tinieblas invernales se ciernen sobre el fiordo. En Grundarfjordur
hemos conocido a una profesora sudafricana que enseña inglés a los
niños y la directora de la escuela nos ha informado del notable
incremento del número de estudiantes de castellano. En la sala de
profesores nos invitan a un café, que tomamos mientras fuera
arrecia la ventisca y en la biblioteca un grupo de adolescentes
consultan la prensa de Nueva York en la Red. La saga continúa: ni
monstruos mitológicos ni temporales árticos silenciarán el rumor
de colmena de esta escuela del Norte.
En Canadá visité un pueblo de
colonos. En un claro del bosque se conservaban como reliquias las
cabañas de los primeros pobladores europeos. Hoy como entonces los
osos merodean por los alrededores, pero el riesgo de que los indios
levanten el hacha de guerra contra los rostros pálidos se ha
minimizado. En realidad el pueblo era un parque temático, y actores
y actrices, todos sus habitantes. Una joven embarazada que se
acariciaba la barriga en una mecedora probablemente acariciaba un
cojín metido debajo de la blusa. Los herreros, los sacamuelas, los
carpinteros enseñaban a los turistas su antiguos oficios. Era un
hermoso lugar para la nostalgia, que evocaba la leyenda de la ciudad
sin nombre. El inmenso bosque, que se extiende hasta
los desiertos del Ártico, constituía, sin embargo, una
realidad brutal. En cierto modo, el pueblo de falsos colonos seguía
siendo la última frontera.
Los renos cruzan la carretera y
a los lados de la carretera se extiende la tundra de Laponia. En el
autobús que nos lleva de Alta a Kautokeino la calefacción está
encendida para combatir el frío desapacible de agosto. La radio
emite la canción de moda de este falaz verano: suena la voz
seductora de Julio Iglesias.
En un libro de curiosidades
geográficas que excitó mis sueños de infancia, figuraba como una
amenaza temible para los navegantes el Maelstrom de las islas
Lofoten. Este remolino que devora los barcos, digno de las
pesadillas de Edgar Allan Poe, se sitúa en los tenebrosos confines
del Ártico, en un mar poblado por toda suerte de monstruos,
serpientes marinas y genios maléficos que Cervantes describió en
su historia septentrional de Persiles. Hemos zarpado de Bodo. Apenas
se vislumbran en la niebla los picos, ventisqueros y cascadas que
anuncian el archipiélago de las Lofoten. El mar está en calma,
pero no sé si por influjo del Maelstrom, noto que la cabeza me da
vueltas y estoy a punto de vomitar. Es una suerte que, como viajero
previsor, lleve un buen surtido de Biodramina en la mochila.
Los días de verano en el
confín septentrional de Europa se alargan durante casi las veinticuatro horas, pero
son engañosos: una claridad gris, sin azul de cielo ni brillo del sol
por ninguna parte. Casi todos los días llueve. Al empleado de una
oficina de turismo, que se expresa en correcto castellano, le
sorprende que hayamos desertado de Mallorca, y de las playas y
fiestas con las que él sueña en su áspera isla situada al norte
del círculo polar. En cuanto el conquistador vikingo tenga su mes de
vacaciones, no se lo piensa dos veces.
Los envidiamos por sus
servicios sociales. Ellos izan orgullosos su bandera nacional en el
jardín de casa. Las casas son todas iguales: en orden y civismo no
hay quien los supere. Por momentos sospechamos que son
de una raza superior, al menos en porte y estatura. Cuánto
echaremos de menos sus fiordos cuando, en el ardor del verano, a la
sombra de una terraza, celebremos con risas y cervezas el éxito de
nuestra expedición polar.
En el albergue de Reikiavik
comparto habitación con un australiano que se dedica a recorrer el
mundo siguiendo la costumbre del Grand Tour. En su vida ordinaria
trabaja como empleado de una compañía de seguros y sus días
transcurren amarrados al duro banco de una oficina y a la pantalla
de un ordenador. En pólizas es un experto, pero nunca había oído
hablar del libro de Snorri Sturluson que yo leo tumbado en la cama.
Me pregunta por el rumbo de mi viaje. Después de Reikiavik asistiré
a un curso de profesores europeos en Stykkisholmur. El próximo
destino del australiano es Groenlandia.
En la frontera los policías me
interrogan: quieren saber si tengo billete de vuelta y dinero
suficiente para mantenerme en su próspero país. Mi tarjeta Visa
parece tranquilizarlos. Me siento, no obstante, ridículo sin más
equipaje que mi mochila de trotamundos y vestido de trampero de la
Compañía de la Bahía de Hudson. La Última Frontera no era lo que
yo pensaba.
En un museo etnográfico de
Escandinavia veo expuestas unas raquetas de nieve idénticas o muy
parecidas a los barajones que se usaban en las montañas de Castilla
y León y que se exhiben como muestras de la cultura popular en
todos los museos etnográficos de la zona. ¿Para eso he subido a
los 66º de latitud norte? Para observar las peculiaridades del país
más me hubiera valido entrar en un bar a tomar una cerveza. El
género humano es uno en su lucha contra las calamidades del frío o
el calor, las montañas o los desiertos. Otra cosa es lo que luego
se cuente en la taberna.
En Dombas nos detiene la
ventisca. En los páramos helados braman los bueyes almizcleros.
Alojados en una cabaña de madera, el fragor de la montaña nos
desvela y obliga a entretenernos en juegos inocentes. Al amanecer,
tus dulces prendas por mí mal halladas, tiradas de cualquier manera
en el suelo, me sugieren que no hace tiempo para explorar
los caminos del Norte.
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