Luces del Norte



  1. Cae la cascada del precipicio y forman un alcázar de hielo sus espumas y salpicaduras. Las tinieblas invernales se ciernen sobre el fiordo. En Grundarfjordur hemos conocido a una profesora sudafricana que enseña inglés a los niños y la directora de la escuela nos ha informado del notable incremento del número de estudiantes de castellano. En la sala de profesores nos invitan a un café, que tomamos mientras fuera arrecia la ventisca y en la biblioteca un grupo de adolescentes consultan la prensa de Nueva York en la Red. La saga continúa: ni monstruos mitológicos ni temporales árticos silenciarán el rumor de colmena de esta escuela del Norte.

  2. En Canadá visité un pueblo de colonos. En un claro del bosque se conservaban como reliquias las cabañas de los primeros pobladores europeos. Hoy como entonces los osos merodean por los alrededores, pero el riesgo de que los indios levanten el hacha de guerra contra los rostros pálidos se ha minimizado. En realidad el pueblo era un parque temático, y actores y actrices, todos sus habitantes. Una joven embarazada que se acariciaba la barriga en una mecedora probablemente acariciaba un cojín metido debajo de la blusa. Los herreros, los sacamuelas, los carpinteros enseñaban a los turistas su antiguos oficios. Era un hermoso lugar para la nostalgia, que evocaba la leyenda de la ciudad sin nombre. El inmenso bosque, que se extiende hasta los desiertos del Ártico, constituía, sin embargo, una realidad brutal. En cierto modo, el pueblo de falsos colonos seguía siendo la última frontera.

  3. Los renos cruzan la carretera y a los lados de la carretera se extiende la tundra de Laponia. En el autobús que nos lleva de Alta a Kautokeino la calefacción está encendida para combatir el frío desapacible de agosto. La radio emite la canción de moda de este falaz verano: suena la voz seductora de Julio Iglesias.

  4. En un libro de curiosidades geográficas que excitó mis sueños de infancia, figuraba como una amenaza temible para los navegantes el Maelstrom de las islas Lofoten. Este remolino que devora los barcos, digno de las pesadillas de Edgar Allan Poe, se sitúa en los tenebrosos confines del Ártico, en un mar poblado por toda suerte de monstruos, serpientes marinas y genios maléficos que Cervantes describió en su historia septentrional de Persiles. Hemos zarpado de Bodo. Apenas se vislumbran en la niebla los picos, ventisqueros y cascadas que anuncian el archipiélago de las Lofoten. El mar está en calma, pero no sé si por influjo del Maelstrom, noto que la cabeza me da vueltas y estoy a punto de vomitar. Es una suerte que, como viajero previsor, lleve un buen surtido de Biodramina en la mochila.

  5. Los días de verano en el confín septentrional de Europa se alargan durante casi las veinticuatro horas, pero son engañosos: una claridad gris, sin azul de cielo ni brillo del sol por ninguna parte. Casi todos los días llueve. Al empleado de una oficina de turismo, que se expresa en correcto castellano, le sorprende que hayamos desertado de Mallorca, y de las playas y fiestas con las que él sueña en su áspera isla situada al norte del círculo polar. En cuanto el conquistador vikingo tenga su mes de vacaciones, no se lo piensa dos veces.

  6. Los envidiamos por sus servicios sociales. Ellos izan orgullosos su bandera nacional en el jardín de casa. Las casas son todas iguales: en orden y civismo no hay quien los supere. Por momentos sospechamos que son de una raza superior, al menos en porte y estatura. Cuánto echaremos de menos sus fiordos cuando, en el ardor del verano, a la sombra de una terraza, celebremos con risas y cervezas el éxito de nuestra expedición polar.

  7. En el albergue de Reikiavik comparto habitación con un australiano que se dedica a recorrer el mundo siguiendo la costumbre del Grand Tour. En su vida ordinaria trabaja como empleado de una compañía de seguros y sus días transcurren amarrados al duro banco de una oficina y a la pantalla de un ordenador. En pólizas es un experto, pero nunca había oído hablar del libro de Snorri Sturluson que yo leo tumbado en la cama. Me pregunta por el rumbo de mi viaje. Después de Reikiavik asistiré a un curso de profesores europeos en Stykkisholmur. El próximo destino del australiano es Groenlandia.

  8. En la frontera los policías me interrogan: quieren saber si tengo billete de vuelta y dinero suficiente para mantenerme en su próspero país. Mi tarjeta Visa parece tranquilizarlos. Me siento, no obstante, ridículo sin más equipaje que mi mochila de trotamundos y vestido de trampero de la Compañía de la Bahía de Hudson. La Última Frontera no era lo que yo pensaba.

  9. En un museo etnográfico de Escandinavia veo expuestas unas raquetas de nieve idénticas o muy parecidas a los barajones que se usaban en las montañas de Castilla y León y que se exhiben como muestras de la cultura popular en todos los museos etnográficos de la zona. ¿Para eso he subido a los 66º de latitud norte? Para observar las peculiaridades del país más me hubiera valido entrar en un bar a tomar una cerveza. El género humano es uno en su lucha contra las calamidades del frío o el calor, las montañas o los desiertos. Otra cosa es lo que luego se cuente en la taberna.

  10. En Dombas nos detiene la ventisca. En los páramos helados braman los bueyes almizcleros. Alojados en una cabaña de madera, el fragor de la montaña nos desvela y obliga a entretenernos en juegos inocentes. Al amanecer, tus dulces prendas por mí mal halladas, tiradas de cualquier manera en el suelo, me sugieren que no hace tiempo para explorar los caminos del Norte.




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