Toponimia



La toponimia es la parte de la Lingüística que estudia el origen y significado de los nombres de lugar. Aunque es un saber de eruditos, hay miles de aficionados que practican la toponimia en sus ratos libres echándose al monte con un cuaderno de notas, un mapa y un diccionario de palabras olvidadas. La toponimia se presta a toda clase de elucubraciones, incluso a las de carácter sobrenatural. De un nombre se infiere el documento de identidad de un pueblo, logro que ya quisieran para sí los servicios de inteligencia de cualquier gobierno y los bioquímicos que investigan el ADN. Detrás de un nombre puede haber un hombre o una mujer, una leyenda, las ruinas de una ciudad o una batalla. Los filólogos diseccionan las palabras, las miran con microscopio y analizan cualquier protuberancia indoeuropea, quiste fenicio o úlcera bereber antes de emitir un diagnóstico. Pasan del gaélico al ligur sin despeinarse, encantados con la maldición de Babel. Si la gramática es árida como la aritmética y otras disciplinas esdrújulas, la toponimia nos fascina como la alquimia, la geomancia y la ciencia del lapidario.





La toponimia es una herramienta útil para los geógrafos, complementaria del GPS: sin ella aparecerían desiertos los mapas que los satélites elaboran desde el espacio. Se sabe, por ejemplo, que donde haya un orotopónimo seguramente habrá una altura, una depresión del terreno o un llano. Gibraleón, Gibraltar, Jabaloyas, Jabalquinto son montes árabes (< ŷabal, “monte”), igual que Mendigorría o Iturmendi lo son en euskera (< mendi, “monte”). Todas las Navas indican mesetas anteriores a la llegada de los romanos y los esquiadores (Navacerrada). En correcto vasco Valle de Arán es “valle del valle”, lo que viene a ser una tautología: un valle tan hermoso se merece un florilegio de figuras retóricas. Como bien sabrán los espeleólogos, los Esplugues de Cataluña tienen o tuvieron alguna cueva en su término municipal (< lat. spelunca, “caverna”).

Los hidrotopónimos alertan de la presencia de agua: son palabras auxiliares del palo del zahorí. Del latín riuus viene el catalán Ripoll, el gallego Rianxo y el castellano Riaño. La capital del Estado debe su nombre a un hidrónimo (Madrid < matricem, “cauce”), dato que por fortuna ignoraban los ingenios satíricos del Siglo de Oro, cuyas plumas la tenían tomada con el humilde Manzanares. Fonsagrada de Galicia, Fontcoberta de Cataluña, Fuenlabrada de Castilla, e incluso Hontoria y Ontígola son nombres de fuentes (lat. fonte): el agua sigue su curso eterno, aunque las consonantes y vocales que la ven pasar no sean las mismas.




Otros topónimos proceden de nombres de plantas (fitotopónimos) y animales (zootopónimos). 

La biodiversidad vegetal de Iberia unida a su diversidad lingüística dan como resultado un jardín del Edén toponímico en el que abundan los bosques, árboles, matas rastreras y flores del campo.

Hay fitotopónimos transparentes que todos entendemos sin dificultad: Alameda, Carballeda, Fresneda, Olmeda. En cuanto a Cerdeda y Cerdido, que algún incauto pudiera derivar de “cerdo”, vienen del latín ceresetum, “cerecedo” o “cerezal”. Los Lloret, Lloredo, Loredo y Loureiro son lugares con laureles (< lauretum). Más complicado resulta averiguar que tras el romance Brunete se esconde el latín prunetus, de prunus, “ciruela”. Zumárraga, que tan ocho apellidos vascos nos suena a los castellanos, contiene el elemento zumar, “olmo”.

Como es natural, los nombres de árboles más repetidos en la toponimia peninsular son los del roble y la encina, bien sea a través del genérico quercus (quizá Alcorcón, Cercedilla), roborem (Robles, Robres, Robledad, Rourell), ilicina (Encinas, Encinedo), aesculus (Escorial, “robledal”); y además todos los derivados de carbajo / carballo, rebollo, quejigo y del vasco areitz / aritz / arte: Aretxabaleta, que en prosa castellana traduciríamos como “lugar de encinas grandes”.

La isla de Formentera debe su nombre al trigo (< frumentaria); y los Ordiales o Urdiales, a la cebada (< hordeum). Lucus es un claro del bosque en el que penetra la luz y, por tanto, un lugar propicio para los ritos sagrados; de estas florestas sacras vienen Lugo, Luque, Llucmajor. Algaida en árabe y Basauri en euskera significan “bosque”.

Los pueblos que tienen nombre de rábano (Rabanales, Rabanedo) o espárrago (Esparragosa, Esparragalejo) quizá no puedan competir en poesía bucólica con Miraflores de la Sierra o Flores de Ávila, pero estos tienen trampa. Se trata de retoponimizaciones que sustituyen un nombre malsonante por otro meliorativo: Flores de Ávila se llamó hasta el siglo XV Vellacos y el pueblo de la sierra de Madrid fue hasta 1627 Porquerizas.







Los nombres de animales, y no solo de animales útiles, sino de alimañas como el lobo (Lobera, Lobeira, Llobera) o plagas (Llagostera), abundan en la toponimia. Ni siquiera faltan los de bestias tan temibles como el oso (Brañosera).

De los bichos diminutos, las laboriosas abejas y sus colmenares están entre los más recordados (Abejar, Colmenar), aunque no faltan las molestas moscas y tábanos (Mosqueruela, Tabanera). En cuanto a los anfibios, las ranas son las reinas de la charca (quizá Ranosa > Renosa > Reinosa), sin olvidar que del catalán dialectal granolla (cf. en francés grenouille) deriva Granollers, “raneros”. Las tortugas no solo nombran archipiélagos remotos olvidados por la evolución de las especies, sino que están en nuestros prosaicos Galápagos y Galapagar. Hay asimismo lagartos en Lagarteras y Truchas, a veces con arroyo incluido (Arroyo de las Truchas).
Además de lobos malos, encontramos zorras astutas (Golpejas, Volpejera < vulpes) y ciervos que son el emblema de las numerosas Cervera. Becerril, Toril, Navalcarnero, Cabrerizas tuvieron un origen agropecuario, mientras que  Águilas, Gavilanes, Grajal o Palomares adoptaron el nombre de especies volátiles. 
Los zootopónimos falsos pueden confundir a los usuarios modernos de la lengua, que al león le llamamos león y al toro, toro. Sin embargo, a pesar del felino rampante de la heráldica patria, León no se llama León por el rey de la selva, sino por el campamento de la Legio Septima Gemina romana (legionem > León). Y cerca de León, Toro tampoco debe su nombre al nuevo icono de la marca España, sino a los godos que se asentaron en ese territorio de la meseta del Duero (gothorum > Toro). 
 

BIBLIOGRAFÍA: 
Jairo Javier García Sánchez, Atlas toponímico de España, Madrid, Arco/Libros, 2007

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