Había
unos alumnos de bachillerato a quienes su profesor de literatura
mandó leer El sí de las
niñas, obra que
compendia la mentalidad ilustrada del Siglo de la Razón.
Evidentemente, la mayoría de los alumnos no hizo caso al
profesor y se limitó a leer alguno de esos resúmenes que los
vagos solidarios con sus semejantes cuelgan en la red. Entre los pocos que leyeron el
drama hubo dos que antes de llegar a la escena primera del acto
segundo sufrieron sendas lipotimias; a otro le produjo diarrea; y a
otro más, hemorroides, por las horas que pasaba sentado en el
inodoro leyendo, sin avanzar un renglón, las alabanzas de don Diego a
Paquita: Es muy linda,
muy graciosa, muy humilde... Y sobre todo, ¡aquel candor, aquella
inocencia...!
Hubo
un chico, sin embargo, que no solo leyó el libro, sino que le gusto,
y le pareció de perlas tanto el estilo como el contenido del
discurso que el respetable don Diego pronuncia contra una sociedad
que educa a las mujeres en la sumisión y la hipocresía: … y
se llama excelente educación a la que inspira en ellas el temor, la
astucia y el silencio de un esclavo.
Cuando
llegó el día del examen, todos los que habían leído los resúmenes
y apuntes aprobaron con buenas notas, mientras que quienes habían
leído la comedia, con la
consiguiente pérdida de tiempo,
fallaron en la teoría. Pero el peor resultado lo obtuvo el lector
devoto de Moratín, que no supo responder a la pregunta planteada en
el examen: Técnica
dramática y análisis semiótico de “El sí de las niñas”.
Para colmo de males, se animó a leer por cuenta propia y por el mero
afán de ilustrarse las Cartas
de Cadalso, el Teatro
crítico universal de
Feijoo, los discursos de Jovellanos y las odas de Meléndez Valdés.
En consecuencia, desatendió las demás asignaturas y la evaluación
final fue un desastre. Los padres presentaron una queja formal contra
el profesor de literatura.
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