Montaña de León |
En la clase de Gramática, sección de Morfología, dedicaremos unas palabras al paisaje. Reparad en que paisaje deriva de país, como correaje de correa o kilometraje de kilómetro. En algunos nombres derivados de verbos de la primera conjugación, el sufijo aporta el significado de acción y efecto, como en camuflaje de camuflar y tatuaje de tatuar. El castellano tomó la palabra país del francés pays, que procede del latín pagus. Se llama pago a un distrito agrícola, territorio rural o comarca. En la antigüedad, paganos eran los campesinos que se mostraban reacios a convertirse a la nueva religión cristiana triunfante en los centros urbanos. Si nos remontamos a la etimología indoeuropea, hallamos la raíz pak- en términos que significan fijar o atar: de ahí el latín pax, “paz”; palus, “palo”; pagina, “página” y otros.
La definición de paisaje
implica un sujeto observador y un objeto observado, donde el objeto
observado es el pago o país, y la acción de observar admite una
gama de matices que va desde la mirada superficial del turismo
masificado a la perspicacia del geógrafo o a la contemplación
estética del artista. El paisaje se percibe como un conjunto
coherente de elementos. Esta coherencia salta a la vista: todos
notamos, por ejemplo, las diferencias entre el paisaje de monte y llanura, la marisma y los acantilados; pero la apreciación del lienzo es
subjetiva y está condicionada por factores de diversa índole. Quien
se emocione admirando la ría de Vigo porque haya leído antes los
poemas de Martín Codax es que está contemplando el paisaje bajo el efecto cautivador de la literatura. Quien en las llanuras manchegas
divise por dondequiera el fantasma de don Quijote tenderá a valorar ese
paisaje de manera distinta que quien no haya leído la novela de
Cervantes: el lector verá lo mismo que el no lector... y más.
Montaña de León |
Pero para los geógrafos, los
paisajes no son simples vistas ni el concepto de paisaje es
equiparable al de territorio, sino que en palabras de Martínez de
Pisón, constituye la configuración morfológica de ese espacio
básico y sus contenidos culturales; en este sentido es una categoría
superior al fundamento territorial. Conforman el paisaje, según
el geógrafo y montañero, el lugar y su imagen, una
figuración y una configuración, lo natural y lo social.
Si se nos permite un símil con las ciencias del lenguaje, a las que
estamos más acostumbrados, la estructura y constitución interna de
los paisajes es lo equivalente a la Morfología en Gramática: el caserío, las
tierras de labor, el monte y la playa son elementos formales que
configuran un paisaje, segmentables en unidades inferiores y
agrupables en unidades superiores; y el análisis de la manera en que
se combinan los elementos vendría a ser la Sintaxis: el monte que
retiene las nubes, la ladera por donde se precipita el torrente, el
río y la vega nos recuerdan a las palabras que forman frases y
oraciones, y desempeñan distintas funciones sintácticas. También,
como las lenguas, los paisajes son sistemas dinámicos, en continua
mutación, y es posible investigarlos desde una perspectiva
sincrónica o diacrónica. Hay, en fin, un componente semántico: los
paisajes poseen significados, son cultura y están condicionados por
la cultura.
Los sotos de castaños, las llanuras sembradas de cereal, los diques y grúas de los puertos marítimos son paisajes culturales, es decir, paisajes transformados por un grupo cultural. Esto halaga sobremanera a los fetichistas de las identidades colectivas, que quieren ver el alma del país en lo que tal vez solo sean sus tripas. Si desaparecen las grúas y se erige un museo de diseño posmoderno; si se plantan pinos en las yermos; si se talan los castaños en beneficio de los eucaliptos, todos veremos el país transformado, pero el paisaje se resistirá a desaparecer: nos empeñaremos en seguir viendo lo que ya no se ve y tal vez nunca se vio, el alma del país cantada por los poetas y retratada por los pintores canónicos.
En algunas novelas rusas no nos
enteramos de que el bosque está cubierto de nieve hasta que al
protagonista se le ocurre montar en un trineo tirado por caballos
para desplazarse a un lugar cualquiera. Y es que el paisaje puede
estar ahí sin que se le mencione. A veces no está ahí y ponemos
uno de pegote, que se conforma mejor con nuestras propias fantasías: en
verdad, el Cid del cantar de gesta anduvo por montes altos, donde las
rramas puian con las núes, y no por las terribles estepas que
nos quieren hacer ver los poetas contemporáneos.
El paisaje literario puede ser
un tópico, como el locus amoenus de las églogas del Renacimiento; una expansión del alma del artista, que es lo propio del Romanticismo; una mera referencia espacial de carácter realista; o
un adorno con jardines, cisnes y princesas en la estética del arte
por el arte. El paisaje puede verse a lo lejos o ser el motivo del
cuadro: el monte de las ánimas adquiere un tenebroso protagonismo
en la leyenda de Bécquer, a diferencia de los montes nevados que
vemos detrás del retrato soberbio del príncipe Baltasar Carlos a
caballo.
El Diccionario de la Academia
define el tópico como lugar común que la retórica antigua
convirtió en fórmulas o clichés fijos. En el terreno de los lugares comunes, vaya usted a convencer
a alguien de que en la Meseta hay montes y curvas después del 98, y
que no todo es el edén de los bobos bucólicos en el Norte verde.
Imposible: oteamos el horizonte con un telescopio trucado.
Hay paisajes intensivos y
extensivos. Los intensivos concentran gran diversidad de elementos en
un territorio reducido: suelen ser los más apreciados, como esos
lugares del sur de Europa donde en pocos kilómetros se pasa de la
playa a los glaciares, porque la variedad agrada. Los extensivos, en
cambio, son monótonos pero grandiosos: solo desierto hasta el
infinito, solo bosque o mar inabarcable.
Oscos, Asturias |
Quienes tienen tanto apego a su mar, a su valle o a su ciudad que se sienten incapaces de apreciar los paisajes ajenos, con su pan se lo coman. Esto podría ser una debilidad perdonable de amor por lo propio... o algo tan entrañablemente humano como la fobia por lo distinto.
Los paisajes vacíos de
humanidad gustan a las gentes hartas de civilización; pero en las
confines de esta resultan estremecedores. No es lo mismo la aspereza
de las gargantas de Gredos, a cien kilómetros de Madrid, que la
inmensidad agreste del Himalaya. Por eso en la literatura
latinoamericana, los románticos exaltaban la civilización frente a
la barbarie, mientras sus correligionarios ibéricos idealizaban las
reliquias de naturaleza y vida campesina sobrevivientes en la vieja
Europa.
El paisaje más hermoso del
mundo no hay que buscarlo en los fiordos de Chile o Nueva Zelanda.
Puede constar de elementos tan simples como un campo, el brocal de un
pozo y una alameda. Si falta la alameda, también puede ser bonito.
Incluso si suprimimos el brocal del pozo, continuará siendo de una
belleza insuperable. ¿O es que los retablos barrocos son más
hermosos que las iglesias románicas?
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