Hay que ver qué radicales se
nos han vuelto los conservadores y socialdemócratas de toda la vida.
Primero enfrentaron a los
trabajadores con los parados para desacreditar a los sindicatos.
Estos, con sus huelgas y manifestaciones, ¿pretenden, tal vez,
arruinar un país en el que mucha gente estaría dispuesta a
trabajar por un plato de lentejas?
Luego hicieron lo mismo con los
trabajadores públicos y el resto de los trabajadores. Tener un
puesto de trabajo asegurado, cobertura médica y representantes
sindicales son lujos que no caben en una sociedad donde si un
autónomo enferma, la economía familiar se va al garete. ¡Acabemos
con los privilegios del aparato estatal!
Como la mayoría de la gente les
seguía votando, los radicales arremetieron contra médicos y
profesores: profesionales que trabajan poco, no producen nada y se
quejan mucho, incluso si se les amplía la jornada laboral una hora a
la semana. Las empleadas de los supermercados se escandalizaron con
razón.
Poseídos por el espíritu
justiciero de Robin Hood, se propusieron desmantelar la sanidad
pública. ¿Por qué los pobres han de pagar con sus impuestos los
tratamientos médicos de los ricos? Y quien dice la seguridad social
dice la escuela o los ferrocarriles del Estado.
Los defensores de las clases
desfavorecidas declararon la guerra a los estudiantes universitarios:
si ocupan los mejores puestos de trabajo en el mercado laboral y
perciben los salarios más altos, ¿por qué hemos de pagarles entre
todos sus carreras? Que pidan un préstamo al banco y ya se lo
devolverán (con intereses).
Los radicales le tomaron tanto
gusto a la lucha de clases, que desbancaron a los excomunistas en las
encuestas electorales. Consiguieron que los médicos y los ingenieros
se marcharan al norte de Europa, cuna del capitalismo salvaje. Las
estrellas de la farándula, ricos que juegan a revolucionarios, se
quedaron sin subvenciones públicas. Repartieron el trabajo entre los
pobres, de modo que uno trabajaba una semana al mes, otro dos días,
algunos media hora, y nadie sabía qué sería de su vida al mes
siguiente. Como los políticos y los sindicalistas no son de fiar,
entregaron el gobierno a los banqueros, buenos administradores del
dinero ajeno.
En política internacional
rompieron con todos los dogmas. La comunidad hispana les parece un
cuento chino, así que no quisieron saber nada de Venezuela y Cuba,
países hermanos según el Diccionario de la Lengua. A la antigua
Grecia, madre de Europa, la insultaron echándole en cara que “la
dama más impoluta, si se descuida se vuelve puta”: ¡qué desapego
por lo clásico! Para defender a nuestros obreros, levantaron una
valla contra el lumpen que viene a quitarnos el trabajo y delinquir
en las calles.
Los únicos ricos que escaparon
de la quema fueron los que llevaron a tiempo sus caudales a Andorra,
Suiza o Gibraltar: cuando los radicales quisieron juzgarlos, sus
delitos habían prescrito.
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