Viana do Castelo, Portugal |
Para que haya paisaje, el modo
de mirar la naturaleza el sujeto observador ha de ser contemplativo,
y por tanto, especulativo y no pragmático. De ahí que el campesino
no vea el campo como una Arcadia feliz ni el marinero el mar como una
inmensidad vacía; al contrario, uno y otro escudriñan el horizonte
con intereses concretos derivados de sus oficios. Los deportistas que
frecuentan la naturaleza buscando acción, emociones y aventura
tampoco son sensibles al paisaje: en la ladera de la montaña, el
esquiador verá una pista de esquí de tal o cual nivel de
dificultad; y al surfista solo le importa el estado de la mar en lo
que afecta a la práctica de su afición.
El paisaje existe, pues, si se
le contempla. El territorio se convierte en paisaje si lo miramos
ociosa y conjeturalmente. Los lugares que nunca se han visto como
paisajes porque se les consideraba faltos de atractivos o por simple
desconocimiento serán campos o montes, pero no paisajes. Solo en
tiempos recientes se han publicado folletos turísticos y han
prosperado las casas de turismo rural en las Hurdes, prototipo de
comarca que ningún viajero iba a contemplar. En cambio, las montañas
mucho mucho más agrestes e inhóspitas de los Alpes suizos cuentan
con una larga tradición de admiradores incondicionales y son motivo
predilecto de postales y calendarios; una aristocracia cosmopolita y
adinerada nos los hizo ver como paisajes idílicos.
Podrá no haber territorios
inexplorados en el planeta, pero sí paisajes por descubrir: basta
con que lo que siempre se ha visto de un modo, empecemos a verlo de
otro, a contemplarlo. Esto ha pasado en las cercanías de Madrid con
las parameras y campiñas de secano. El paisaje de toda la vida, el
que atraía a cortesanos, artistas y veraneantes era el forestal y
montañoso de la sierra de Guadarrama, y no existía otro en los
alrededores de la gran ciudad, salvo para espectadores excepcionales, como
los pintores del grupo de Vallecas. Han sido los científicos de la
naturaleza quienes nos han hecho ver de otra manera los campos de la
meseta: de valorarlos como ecosistemas a desear caminar por ellos,
avistar aves y perderse en sus soledades, el salto era previsible.
El territorio humanizado está
en constante mutación porque las estructuras económicas varían. El
Madrid de Galdós no es el Madrid de nuestros días, aunque podamos
seguir el rastro de los personajes novelescos por calles y plazas que
se mantienen en apariencia inalteradas desde el siglo XIX. No
encontraremos ninguna tierra de Ulloa bárbara, remota y caciquil en
la Galicia actual. Sin embargo, los paisajes eternizados en estas
obras literarias sobreviven a las transformaciones del territorio,
pues nuestra visión del paisaje, a nada que seamos personas medianamente cultas,
está influida por la mirada de las generaciones anteriores, y en
especial, de los escritores y artistas.
Si el paisanaje es sujeto activo
de la historia, el país que habita y el paisaje que ve no pueden ser
ajenos al cambio histórico. Hubo tal vez un tiempo en que el bosque
era un lugar poco recomendable para los caminantes porque se le
suponía poblado de fieras, bandidos y misterios; pues bien, he aquí
ese mismo bosque, siglos después, protegido como parque natural y escenario idóneo para el senderismo y la acampada.
Del campo de batalla se han retirado los cadáveres y la
oficina de turismo ofrece visitas guiadas en varios idiomas por lo
que ahora es un cuidado parque temático. La pirámide, el
mausoleo, la catedral -símbolos de un poder inicuo- son en la
actualidad monumentos que atraen al público más ilustrado y selecto. Y
al contrario, el río, el campo, la montaña, la playa que otros
admiraron en la antigüedad y cantaron en versos o pintaron en
cuadros han desaparecido bajo las pezuñas del caballo de Atila:
sucio el río, urbanizado el campo, deforestado el monte y atestada
de bañistas la playa.
Macizo Central, Francia |
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