Acerca del paisaje, 2


Viana do Castelo, Portugal
Para que haya paisaje, el modo de mirar la naturaleza el sujeto observador ha de ser contemplativo, y por tanto, especulativo y no pragmático. De ahí que el campesino no vea el campo como una Arcadia feliz ni el marinero el mar como una inmensidad vacía; al contrario, uno y otro escudriñan el horizonte con intereses concretos derivados de sus oficios. Los deportistas que frecuentan la naturaleza buscando acción, emociones y aventura tampoco son sensibles al paisaje: en la ladera de la montaña, el esquiador verá una pista de esquí de tal o cual nivel de dificultad; y al surfista solo le importa el estado de la mar en lo que afecta a la práctica de su afición.


El paisaje existe, pues, si se le contempla. El territorio se convierte en paisaje si lo miramos ociosa y conjeturalmente. Los lugares que nunca se han visto como paisajes porque se les consideraba faltos de atractivos o por simple desconocimiento serán campos o montes, pero no paisajes. Solo en tiempos recientes se han publicado folletos turísticos y han prosperado las casas de turismo rural en las Hurdes, prototipo de comarca que ningún viajero iba a contemplar. En cambio, las montañas mucho mucho más agrestes e inhóspitas de los Alpes suizos cuentan con una larga tradición de admiradores incondicionales y son motivo predilecto de postales y calendarios; una aristocracia cosmopolita y adinerada nos los hizo ver como paisajes idílicos.


Podrá no haber territorios inexplorados en el planeta, pero sí paisajes por descubrir: basta con que lo que siempre se ha visto de un modo, empecemos a verlo de otro, a contemplarlo. Esto ha pasado en las cercanías de Madrid con las parameras y campiñas de secano. El paisaje de toda la vida, el que atraía a cortesanos, artistas y veraneantes era el forestal y montañoso de la sierra de Guadarrama, y no existía otro en los alrededores de la gran ciudad, salvo para espectadores excepcionales, como los pintores del grupo de Vallecas. Han sido los científicos de la naturaleza quienes nos han hecho ver de otra manera los campos de la meseta: de valorarlos como ecosistemas a desear caminar por ellos, avistar aves y perderse en sus soledades, el salto era previsible.


El territorio humanizado está en constante mutación porque las estructuras económicas varían. El Madrid de Galdós no es el Madrid de nuestros días, aunque podamos seguir el rastro de los personajes novelescos por calles y plazas que se mantienen en apariencia inalteradas desde el siglo XIX. No encontraremos ninguna tierra de Ulloa bárbara, remota y caciquil en la Galicia actual. Sin embargo, los paisajes eternizados en estas obras literarias sobreviven a las transformaciones del territorio, pues nuestra visión del paisaje, a nada que seamos personas medianamente cultas, está influida por la mirada de las generaciones anteriores, y en especial, de los escritores y artistas. 
 

Si el paisanaje es sujeto activo de la historia, el país que habita y el paisaje que ve no pueden ser ajenos al cambio histórico. Hubo tal vez un tiempo en que el bosque era un lugar poco recomendable para los caminantes porque se le suponía poblado de fieras, bandidos y misterios; pues bien, he aquí ese mismo bosque, siglos después, protegido como parque natural y escenario idóneo para el senderismo y la acampada. Del campo de batalla se han retirado los cadáveres y la oficina de turismo ofrece visitas guiadas en varios idiomas por lo que ahora es un cuidado parque temático. La pirámide, el mausoleo, la catedral -símbolos de un poder inicuo- son en la actualidad monumentos que atraen al público más ilustrado y selecto. Y al contrario, el río, el campo, la montaña, la playa que otros admiraron en la antigüedad y cantaron en versos o pintaron en cuadros han desaparecido bajo las pezuñas del caballo de Atila: sucio el río, urbanizado el campo, deforestado el monte y atestada de bañistas la playa. 

Macizo Central, Francia
 

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