Acerca del paisaje, 3


Baiona, Pontevedra
Nos quejamos de que afean el paisaje los postes del tendido eléctrico, la trinchera del tren de alta velocidad o la chimenea de una central térmica. Pero salvo en unos pocos lugares inhabitables del planeta, no hay paisajes sin la impronta del ser humano. Si el campo está sembrado de plásticos de los invernaderos y la montaña coronada de aerogeneradores, es por interés económico. El impacto visual que estas intervenciones humanas puedan tener en el paisaje constituye un efecto colateral que, al menos en nuestro país, no se suele tomar demasiado en serio. Cuando, por el contrario, la acción antrópica busca el embellecimiento del territorio -plantando flores, restaurando riberas, ordenando el urbanismo-, es que probablemente espera sacar rentabilidad del paisaje. Este aprovechamiento del paisaje puede basarse en criterios de negocio, como en el caso del turismo, o ser una concesión generosa al bienestar de las personas, como cuando se reservan zonas ajardinadas en una avenida.

La interacción del ser humano con el territorio conforma el paisaje, y el hombre no es siempre tan fiero como lo pintan. Muchos españoles que viajan por las campiñas de Francia contemplan con agrado la tierra trabajada, los pueblos que nunca se abandonaron, los canales y los bosques opulentos; esto es, un paisaje que los campesinos mantienen, y que es hermoso por su entrañable humanidad. ¿Qué aporta, sin embargo, la intervención humana a nuestra costa del Mediterráneo?: desmanes urbanísticos, pues si hay un enemigo letal del paisaje, del país y los paisanos, ese es el especulador inmobiliario.

Conocí a un emigrante español en Suiza que soñaba con volver a su tierra natal. Su hogar en Suiza era una casa de estilo alpino con madera, flores y vistas a las montañas nevadas del cantón de Valais. Este hombre consumido por la nostalgia me enseñó, en cierta ocasión, una fotografía de la casa que se estaba construyendo en su pueblo. Era una casa de ladrillos y cemento, levantada en la orilla de una carretera y rodeada de descampados, naves industriales y montes de eucaliptos, algunos de ellos chamuscados por incendios recientes. ¿Qué le importaba a él el paisaje? En los Alpes, la gente podía ser más respetuosa con la naturaleza que en su provincia de España, pero el dolor por el regreso a la tierra materna era más profundo que la simple añoranza de unas vistas. El único tonto esteticista era yo, que sonreía irónico comparando las dos postales.


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