Baiona, Pontevedra |
Nos quejamos de que
afean el paisaje los postes del tendido eléctrico, la trinchera del
tren de alta velocidad o la chimenea de una central térmica. Pero
salvo en unos pocos lugares inhabitables del planeta, no hay paisajes
sin la impronta del ser humano. Si el campo está sembrado de
plásticos de los invernaderos y la montaña coronada de
aerogeneradores, es por interés económico. El impacto visual que
estas intervenciones humanas puedan tener en el paisaje constituye un
efecto colateral que, al menos en nuestro país, no se suele tomar
demasiado en serio. Cuando, por el contrario, la acción antrópica
busca el embellecimiento del territorio -plantando flores,
restaurando riberas, ordenando el urbanismo-, es que probablemente
espera sacar rentabilidad del paisaje. Este aprovechamiento del
paisaje puede basarse en criterios de negocio, como en el caso del
turismo, o ser una concesión generosa al bienestar de las personas,
como cuando se reservan zonas ajardinadas en una avenida.
La interacción del ser
humano con el territorio conforma el paisaje, y
el hombre no es siempre tan fiero como lo pintan. Muchos españoles
que viajan por las campiñas de Francia contemplan con agrado la tierra
trabajada, los pueblos que nunca se abandonaron, los canales y los
bosques opulentos; esto es, un paisaje que los campesinos mantienen,
y que es hermoso por su entrañable humanidad. ¿Qué aporta, sin
embargo, la intervención humana a nuestra costa del Mediterráneo?:
desmanes urbanísticos, pues si hay un enemigo letal del paisaje, del país y los paisanos, ese es el especulador inmobiliario.
Conocí a un emigrante
español en Suiza que soñaba con volver a su tierra natal. Su hogar
en Suiza era una casa de estilo alpino con madera, flores y vistas a
las montañas nevadas del cantón de Valais. Este hombre consumido
por la nostalgia me enseñó, en cierta ocasión, una fotografía de
la casa que se estaba construyendo en su pueblo. Era una casa de
ladrillos y cemento, levantada en la orilla de una carretera y
rodeada de descampados, naves industriales y montes de eucaliptos,
algunos de ellos chamuscados por incendios recientes. ¿Qué le
importaba a él el paisaje? En los Alpes, la gente podía ser más
respetuosa con la naturaleza que en su provincia de España, pero el
dolor por el regreso a la tierra materna era más profundo que la
simple añoranza de unas vistas. El único tonto
esteticista era yo, que sonreía irónico comparando las dos
postales.
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