Acerca del paisaje, 4




Hay paisajes hermosos que tienen casi de todo: tierra y mar, montaña y llanura, bosque y campo. Agradan por la variedad y armonía de sus elementos. Yo he visto en Noruega paisajes inolvidables: allí en el Norte los glaciares descienden hasta el fiordo, las cascadas atruenan los abismos, haces de bruma velan las cimas de los montes y el verdor risueño de los prados atenúa el matiz sombrío de los bosques de coníferas. Como en estos escenarios idílicos vive una población que goza de un alto nivel de vida, a los encantos naturales del territorio se suma la belleza superior de una humanidad sana. Claro está que si se añora el sol y el cielo azul de otras latitudes, no es el paraíso. Para eso en nuestra Península Ibérica hay comarcas de playa y montaña en las que se puede disfrutar de la nieve con sol y tomar baños de mar en pleno invierno; pero al ser las regiones costeras las más pobladas y a menudo las peor urbanizadas, esos encantos turísticos no se corresponden con paisajes sublimes como los de Escandinavia. Los paisajes monótonos en los que todo es lo mismo multiplicado hasta el infinito cansan o impresionan, según los casos. Conocí a un español que vivía en Canadá y denostaba los famosos bosques del Gran Norte; según él, se podían recorrer decenas y centenares de kilómetros por carreteras sin más vistas que árboles a un lado y otro, como formando un túnel; esto es, árboles que no dejaban ver el bosque. Sin embargo a Charles Darwin le maravillaron las estepas de Patagonia, y a mí también, cuando atravesé la región desde Río Gallegos a Puerto Natales. Reconozco sentir nostalgia del desierto al evocar, en momentos particularmente grises de la vida, las despejadas soledades del Sinaí. Y cuando el sol aprieta amenazando con derretir los cascos del Quijote y las alas de Ícaro, sueño con los yermos de Islandia, azotados por ventiscas y sumidos en tinieblas casi perpetuas. En un viaje por la provincia de Teruel quedé prendado de sus confines mediterráneos que casi tocan el mar, donde se alzan los riscos de Beceite y las colinas son como zigurat de Mesopotamia con bancales de olivos y almendros; pero aún así me quedo con la desnudez de las tierras altas, desoladas si se quiere, pero hermanas de las cumbres y los páramos más agrestes del planeta.
En verdad no existen paisajes feos por naturaleza, sino que cada tipo de paisaje posee una belleza propia, que emana de su configuración armoniosa, monótona inmensidad o cualquier otra virtud. Es la intervención del ser humano, habitante y usuario del territorio, la que destruye los paisajes naturales desvirtuándolos y haciendo otros que son reflejo de sus miserias. Como dice el geógrafo Martínez de Pisón: El hombre da su alma a la Naturaleza conforme a su propio ideal, traslada a los paisajes la medida de sus sentimientos, por lo que si la embellece o la vulgariza es en razón de sus virtudes o defectos. Ved los suburbios donde la ciudad vomita poblados de chabolas, naves industriales, torres de alta tensión y descampados donde las ratas campean a sus anchas: ¿hay paisaje más mezquino? Y el litoral sembrado de urbanizaciones a medio construir es un paisaje del alma, sí, del alma envilecida por la codicia, vendida al diablo que es el capitalismo especulador.


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