Un
día de principios de abril subí al puerto del Pando, en la Montaña
oriental de León, a caminar por los hayedos. Desde
el valle al puerto, recorrí
cerca de 15 kilómetros en
coche y me puse
a 1422 metros de altitud sin más esfuerzos que pisar el acelerador. A las cinco de la
tarde la temperatura rondaba los 18º en lo
alto del collado; sin
embargo, aún quedaban
montones de nieve en las cunetas, balizas de señalización caídas y
taludes desmoronados en
recuerdo de los temporales de
invierno. Era sin duda
un calor
excesivo para
el mes de abril,
sobre todo teniendo en cuenta
la temperatura máxima alcanzada al mediodía: bajo
la influencia de los vientos del sur,
todo el país soportaba
una ola de calor
africano,
de esas que convencen a cualquier descreído de la rotundidad
del cambio climático.
Empecé
el paseo por una senda oculta
entre
retamas,
que puede
pasar desapercibida a quien
no conozca el terreno. La
vereda sube al canto de la montaña en dirección oeste y parte de
una campera que
es el lugar favorito de
los niños para patinar
en trineo. En
el inicio del recorrido
hay que abrirse
paso por
medio del matorral,
del tamaño de un persona, pero en
seguida el monte
se despeja y al seguir la
cresta, se evitan los bosques de
ambas laderas y
se camina fácilmente por una sucesión de lomas con suelo de hierba
rala y pedrizas.
Por encima de las copas de
las hayas, almenan
el horizonte septentrional
las cumbres
de Riaño, Picos de Europa y Tierra de la Reina, libres
de nieve solo los riscos más abruptos.
El Espigüete, a nuestras
espaldas, se da un aire al Cervino: si observado desde los valles y
páramos del norte de Palencia se percibe como un macizo informe
con dos cimas,
desde el Pando resulta ser una pirámide desgajada del resto de los
cerros,
sobre todos los cuales
destaca en altura,
verticalidad y espectacular belleza.
En
los prados han florecido los narcisos, que se esparcen entre manchas
de nieve, charcos
y regueros.
De todos modos, aún tardarán en rebrotar las hayas y es pronto para
hablar de galas primaverales en los flancos montañosos de la Meseta.
Hacia el sur, la cordillera
entrega sus ríos, valles y sierras postreras a la llanura. Desde la
altiplanicie a la Cordillera
hay, no obstante, un elemento
uniformador, que son los bosques: de los robledales a los hayedos, de
Río Camba a los reductos selváticos
del oso, la cambiante
orografía va siempre acompañada de una extraordinaria cobertura
forestal.
Precisamente
me adentré en un bosque de hayas, en la cara norte del Cueto Mesao,
por una pendiente resbaladiza
debido a la fuerte inclinación, la hojarasca
y los neveros.
El aspecto sombrío de estos bosques invernales, sin un
triste verdor, resulta
inquietante: todo son troncos y ramas grises con andrajos
de líquenes, y no hay caminante que al recorrerlos deje de evocar
cuentos de brujas, duendes y misterios. El avance
se complica porque si bien en
algunas partes la nieve está dura y una persona de mediano peso
puede andar sobre ella, evitando así el continuo sortear de ramas
caídas; en otras,
la nieve se hunde de pronto y
nos encontramos enterrados hasta la cintura.
Del
hayedo del Cueto Mesao, a 1570 metros de altitud, salí al cordal
principal y descendí por un sendero,
apenas visible entre los matojos, al Pando Viejo. Por esta collada
pasa la Cañada real leonesa oriental y hay trazas de una vía
romana, por donde quizá
anduviera el
propio Augusto al
mando de las legiones que sometieron a
los cántabros. Se trata del paso natural desde el valle de Riaño al
alto Cea. Viniendo desde el norte, se accede por una
selva de hayas; desde
el sur, la cañada y la
calzada van
por la vaguada del río, a
diferencia de la carretera nueva, que discurre
por media ladera dando una
curva tras otra. Aquí están
las fuentes del Cea y en un altozano o promontorio hay una ermita de construcción
moderna: uno de esos
santuarios espurios
sin leyendas de santos ermitaños,
apariciones
milagrosas y
misticismo montaraz.
Al pie de las lomas
se ve el pueblo de Prioro, en la confluencia del Cea y el Codijal, en
una vega
amplia,
abierta,
abundante en pasto y bosques. Al este se alza el Cueto, de 1718
metros, y el desfiladero de las Conjas cierra el valle por el sur.
Volví
a sumirme en las tinieblas del hayedo y a acometer la
ascensión de las Peñas Prietas. Al llegar a la zona rocosa,
perturbé la tranquilidad de un grupo de rebecos, que se dieron a la
fuga al notar mi presencia, y aunque sus huellas quedaron grabadas en
la nieve, no fui capaz de seguirles
rastro, pues mis habilidades como rastreador indígena dejan mucho
que desear. A lo sumo, observé
con los prismáticos las evoluciones de un trepador azul y poco más
adelante avisté un corzo que, tras emprender una breve carrera,
se detuvo, impasible,
a espiar
al intruso.
Trepé
a
los riscos para ver el
paisaje de la vertiente
meridional. Estas peñas son un balcón colgado a más de cien metros
sobre la falda de la montaña. Apostado
en una roca,
como Felipe II en El
Escorial, peiné con los
prismáticos la zona de pedrizas y matorral, los prados y el
Monteoscuro en busca de animales salvajes; pero no vi ningún corzo,
venado ni jabalí; tampoco osos, que tanta fama han dado a Prioro en
el rigor del invierno. Desde Mampodre a la alta montaña de Palencia,
pasando por los Picos de Europa, se
extiende una última
frontera de aristas
y ventisqueros que
separa los páramos del
litoral.
Se
hacía tarde, así
que di la vuelta
por el mismo camino, aunque
tratando evitar los repechos
más difíciles. Cuando llegué
al coche, cuatro horas después de haber empezado el paseo, la
temperatura había caído nueve grados. Seguía
siendo un atardecer caluroso de principios de primavera. El sol
destellaba en la pirámide calcárea del Espigüete, pero la sombra
se había adueñado de los valles y la oscuridad de
los bosques inspiraba un
rechazo atávico y un miedo ancestral.
Comentarios
Publicar un comentario