Para dilucidar si el pico
Espigüete es la efigie alpina que divisamos desde los hayedos del
Pando o la mole amorfa que se ve desde el páramo de Cueza y, más al
sur aún, desde Tierra de Campos, lo mejor es que emprendamos su
escalada.
Una vía clásica es la arista
este. Se puede dejar el coche en un aparcamiento que hay en la zona
de Pino Llano, entre Cardaño de Abajo y Cardaño de Arriba, a la
altura del arroyo Mazobre. Desde este punto se interna en el macizo
una pista que lleva al refugio y a una catarata, y nos pone en la ruta
norte, pero nosotros preferimos empezar el ascenso en la misma orilla
de la carretera. Lo malo es que la ladera se empingorota de tal modo,
que no da tiempo a calentar los músculos y hay que subir con pies y
manos, agarrándose a los salientes de las rocas, que nunca faltan, y
manteniendo la compostura en lajas casi verticales. La fortísima
pendiente y la inseguridad del terreno distraen al escalador del
paisaje, pues ha de prestar más atención a la pared del monte que a
las vistas panorámicas, a lo cercano que a lo lejano. Solo cuando
para a enjugarse el sudor, echar un trago o con cualquier otra excusa
puede recrearse en la contemplación de los valles y las cumbres:
aquellos cada vez más abajo y distantes; estas, aún tan celestiales
que parecen inalcanzables. El desnivel que se ha superado en una
fracción de media hora anima a seguir la marcha: ya se ven las
majadas como casas de miniatura y las vacas que pastan en los prados
como figuras de pesebre navideño. Pero cuando el canto del cerro nos
deja ver la primera cima, que los montañeros noveles creen la
definitiva, tal vez nos invada un ataque de pánico, porque es mucho
lo que queda y se nos antoja inexpugnable la fortaleza. Una mirada
más ponderativa que admirativa calcula ángulos y distancias,
examina itinerarios por crestas, canales y pedrizas, y gira de abajo
hacia arriba comparando el trabajo hecho con la faena por hacer.
En la primera collada, en los
canchales que caen hacia la parte del refugio, he visto algunas veces
rebecos, y también en los precipicios de la ladera norte. En el
valle del Mazobre me he encontrado con un grupo de media docena de
jabalíes. Aparte de los buitres leonados, que vigilan el cielo, y de
algunos pájaros como el treparriscos, no conozco muchos más
habitantes del desierto de piedra, y mi ignorancia de la Entomología
me impide citar el nombre de algún insecto, con la excepción de las
sufridas mariquitas. En cuanto al reino vegetal, no hay árboles en
esas alturas; las retamas, brezos, carquesias y piornos constituyen
el monte bajo, y entre las flores, apenas reconozco los narcisos. La
mayoría de los caminantes nos empeñamos en aprender unas nociones elementales de Botánica y Zoología, pero no llegamos a saber nada de Geología, lo cual supone un grave inconveniente cuando todo el camino
discurre entre rocas. Sabemos que el Espigüete es un pico calcáreo
y, por tanto, horadado de grutas, silos o agujeros de pesadilla,
algunos de los cuales bordearemos en nuestro ascenso: y espanta
imaginar qué sucedería si por un despiste nos precipitáramos a una de
esas puertas del infierno, donde nadie nos encontraría y donde
acaso estaríamos obligados a conmorir con otros muertos
anteriores.
Si no hay bosques ni prados, si
no hay torrentes ni lagunas, ¿qué encanto le vemos al paisaje de la
alta montaña? En verano solo perduran unos pocos neveros en las
hondonadas más sombrías, así que fuera de estas reliquias
glaciares, todo es peña y piedra suelta, todo proyectado hacia el
cielo, otra tersa infinitud. Las montañas, como los cabos en el
litoral, son promontorios que se adentran en un más allá vedado al
ser humano -el mar, el cielo-, y ejercen la fascinación de los
confines, los polos o extremos. Ascender la ladera es irse apartando
del mundanal ruido: abandonamos primero la casa, la población
y las carreteras; caminamos por senderos que atraviesan el bosque,
pero a determinada altura los árboles desaparecen y el camino se
convierte en una trocha que zigzaguea por prados y breñales; más
arriba, es el desierto de piedra; y si hubiera un más arriba aún,
el yermo blanco. Si al llegar a la cumbre la niebla nos impide
avistar un panorama de ensueño, no importa: lo notable es que que
hemos alcanzado un fin del mundo. La desolación gradual del paisaje de
alta montaña no supone, pues, un empobrecimiento; al contrario, es
como la reina fastuosa de tesoros de la poesía de Juan Ramón
Jiménez, más hermosa cuanto más desnuda.
El tramo más aéreo es la
arista que une las dos cumbres, casi un cable de funámbulo tendido
sobre el abismo. Cerca ya de la cima encontramos varias cruces y
placas que recuerdan a montañeros muertos en este tramo. ¿Qué
sucedería si sufrimos un accidente, sobrevivimos y han de evacuarnos
en helicóptero? Para subir a la montaña asegurados, deberíamos
inscribirnos en la federación de montañismo; en la de atletismo, si
en vez de caminar, corremos por un campo; y en la de ciclismo, cuando
optemos por pasear en bicicleta. Al menos así, nos comportaríamos
como ciudadanos responsables, que se exponen al riesgo previendo sus
consecuencias. Pero nosotros no somos acróbatas ni pretendemos batir
marcas. Si nosotros andamos por despoblados, buscamos la soledad, nos
exponemos a las inclemencias del tiempo, ¿la sociedad tiene derecho
a reprocharnos nuestra pasión por las montañas? Los jóvenes que
cada fin de semana colapsan los servicios de urgencia por conducir
bajo los efectos de las drogas y el alcohol acaso debieran pensar
solidariamente en las víctimas infortunadas de ventiscas y aludes.
En los días claros del verano
casi siempre encontraremos a alguien en la cima. Es increíble la
cantidad de cosas que hay que hacer en la cima: abrigarse para no
coger frío, fotografiarse como Hillary y Tensing en el Everest,
beber, comer por lo menos unos frutos secos, contemplar el paisaje,
identificar las montañas que se ven a nuestro alrededor, escuchar
las conversaciones de la comunidad de alpinistas para averiguar de
dónde son, por dónde han subido y por dónde bajarán... Y todo
ello con el tiempo tasado, porque descender al valle puede ser tan
fatigoso y difícil como subir a la cumbre.
Desde lo alto del Espigüete
divisamos los perfiles abruptos de los Picos de Europa y Fuentes
Carrionas, y la llanura de la Meseta. Hay montes boscosos en la parte
de Riaño, hayedos y prados cantábricos, pues el mar se intuye entre
las nubes. Al sur, la sierra del Brezo; al norte, el pico Murcia y
Peña Prieta. Incluso a lo lejos, hacia la paramera de Burgos,
creemos distinguir la Peña Amaya. ¿Y no hay humanidad a la vista?
Sí que la hay, pero sus pueblos, carreteras, molinos de viento y
presas son solo motas en la inmensidad. O al menos eso nos parece
desde allí arriba. Quizá sea una impresión engañosa. Quizá
hayamos subido a la montaña en busca de tal figuración. Subir a la
montaña es distanciarse del mundo, tanto en el sentido espacial
-hacia arriba, lo inaccesible, el confín- como anímico, pues
mientras nuestros únicos motivos de zozobra sean decidir por qué
arista trepamos o qué nevero esquivamos, estamos lejos de las
preocupaciones habituales, que se quedan en el valle. Así que en la
cima oteamos el mundo desde la excelsitud y la separación. Estamos
en una naturaleza salvaje, incluso hostil, de la que no somos parte,
y contemplamos a nuestros pies el paisaje humano del que nos hemos
ausentado voluntaria y temporalmente.
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