Tratado de caminería, 4: Ascensión al Espigüete


 
Para dilucidar si el pico Espigüete es la efigie alpina que divisamos desde los hayedos del Pando o la mole amorfa que se ve desde el páramo de Cueza y, más al sur aún, desde Tierra de Campos, lo mejor es que emprendamos su escalada.


Una vía clásica es la arista este. Se puede dejar el coche en un aparcamiento que hay en la zona de Pino Llano, entre Cardaño de Abajo y Cardaño de Arriba, a la altura del arroyo Mazobre. Desde este punto se interna en el macizo una pista que lleva al refugio y a una catarata, y nos pone en la ruta norte, pero nosotros preferimos empezar el ascenso en la misma orilla de la carretera. Lo malo es que la ladera se empingorota de tal modo, que no da tiempo a calentar los músculos y hay que subir con pies y manos, agarrándose a los salientes de las rocas, que nunca faltan, y manteniendo la compostura en lajas casi verticales. La fortísima pendiente y la inseguridad del terreno distraen al escalador del paisaje, pues ha de prestar más atención a la pared del monte que a las vistas panorámicas, a lo cercano que a lo lejano. Solo cuando para a enjugarse el sudor, echar un trago o con cualquier otra excusa puede recrearse en la contemplación de los valles y las cumbres: aquellos cada vez más abajo y distantes; estas, aún tan celestiales que parecen inalcanzables. El desnivel que se ha superado en una fracción de media hora anima a seguir la marcha: ya se ven las majadas como casas de miniatura y las vacas que pastan en los prados como figuras de pesebre navideño. Pero cuando el canto del cerro nos deja ver la primera cima, que los montañeros noveles creen la definitiva, tal vez nos invada un ataque de pánico, porque es mucho lo que queda y se nos antoja inexpugnable la fortaleza. Una mirada más ponderativa que admirativa calcula ángulos y distancias, examina itinerarios por crestas, canales y pedrizas, y gira de abajo hacia arriba comparando el trabajo hecho con la faena por hacer.





En la primera collada, en los canchales que caen hacia la parte del refugio, he visto algunas veces rebecos, y también en los precipicios de la ladera norte. En el valle del Mazobre me he encontrado con un grupo de media docena de jabalíes. Aparte de los buitres leonados, que vigilan el cielo, y de algunos pájaros como el treparriscos, no conozco muchos más habitantes del desierto de piedra, y mi ignorancia de la Entomología me impide citar el nombre de algún insecto, con la excepción de las sufridas mariquitas. En cuanto al reino vegetal, no hay árboles en esas alturas; las retamas, brezos, carquesias y piornos constituyen el monte bajo, y entre las flores, apenas reconozco los narcisos. La mayoría de los caminantes nos empeñamos en aprender unas nociones elementales de Botánica y Zoología, pero no llegamos a saber nada de Geología, lo cual supone un grave inconveniente cuando todo el camino discurre entre rocas. Sabemos que el Espigüete es un pico calcáreo y, por tanto, horadado de grutas, silos o agujeros de pesadilla, algunos de los cuales bordearemos en nuestro ascenso: y espanta imaginar qué sucedería si por un despiste nos precipitáramos a una de esas puertas del infierno, donde nadie nos encontraría y donde acaso estaríamos obligados a conmorir con otros muertos anteriores. 


 

Si no hay bosques ni prados, si no hay torrentes ni lagunas, ¿qué encanto le vemos al paisaje de la alta montaña? En verano solo perduran unos pocos neveros en las hondonadas más sombrías, así que fuera de estas reliquias glaciares, todo es peña y piedra suelta, todo proyectado hacia el cielo, otra tersa infinitud. Las montañas, como los cabos en el litoral, son promontorios que se adentran en un más allá vedado al ser humano -el mar, el cielo-, y ejercen la fascinación de los confines, los polos o extremos. Ascender la ladera es irse apartando del mundanal ruido: abandonamos primero la casa, la población y las carreteras; caminamos por senderos que atraviesan el bosque, pero a determinada altura los árboles desaparecen y el camino se convierte en una trocha que zigzaguea por prados y breñales; más arriba, es el desierto de piedra; y si hubiera un más arriba aún, el yermo blanco. Si al llegar a la cumbre la niebla nos impide avistar un panorama de ensueño, no importa: lo notable es que que hemos alcanzado un fin del mundo. La desolación gradual del paisaje de alta montaña no supone, pues, un empobrecimiento; al contrario, es como la reina fastuosa de tesoros de la poesía de Juan Ramón Jiménez, más hermosa cuanto más desnuda.




El tramo más aéreo es la arista que une las dos cumbres, casi un cable de funámbulo tendido sobre el abismo. Cerca ya de la cima encontramos varias cruces y placas que recuerdan a montañeros muertos en este tramo. ¿Qué sucedería si sufrimos un accidente, sobrevivimos y han de evacuarnos en helicóptero? Para subir a la montaña asegurados, deberíamos inscribirnos en la federación de montañismo; en la de atletismo, si en vez de caminar, corremos por un campo; y en la de ciclismo, cuando optemos por pasear en bicicleta. Al menos así, nos comportaríamos como ciudadanos responsables, que se exponen al riesgo previendo sus consecuencias. Pero nosotros no somos acróbatas ni pretendemos batir marcas. Si nosotros andamos por despoblados, buscamos la soledad, nos exponemos a las inclemencias del tiempo, ¿la sociedad tiene derecho a reprocharnos nuestra pasión por las montañas? Los jóvenes que cada fin de semana colapsan los servicios de urgencia por conducir bajo los efectos de las drogas y el alcohol acaso debieran pensar solidariamente en las víctimas infortunadas de ventiscas y aludes. 


 

En los días claros del verano casi siempre encontraremos a alguien en la cima. Es increíble la cantidad de cosas que hay que hacer en la cima: abrigarse para no coger frío, fotografiarse como Hillary y Tensing en el Everest, beber, comer por lo menos unos frutos secos, contemplar el paisaje, identificar las montañas que se ven a nuestro alrededor, escuchar las conversaciones de la comunidad de alpinistas para averiguar de dónde son, por dónde han subido y por dónde bajarán... Y todo ello con el tiempo tasado, porque descender al valle puede ser tan fatigoso y difícil como subir a la cumbre.


Desde lo alto del Espigüete divisamos los perfiles abruptos de los Picos de Europa y Fuentes Carrionas, y la llanura de la Meseta. Hay montes boscosos en la parte de Riaño, hayedos y prados cantábricos, pues el mar se intuye entre las nubes. Al sur, la sierra del Brezo; al norte, el pico Murcia y Peña Prieta. Incluso a lo lejos, hacia la paramera de Burgos, creemos distinguir la Peña Amaya. ¿Y no hay humanidad a la vista? Sí que la hay, pero sus pueblos, carreteras, molinos de viento y presas son solo motas en la inmensidad. O al menos eso nos parece desde allí arriba. Quizá sea una impresión engañosa. Quizá hayamos subido a la montaña en busca de tal figuración. Subir a la montaña es distanciarse del mundo, tanto en el sentido espacial -hacia arriba, lo inaccesible, el confín- como anímico, pues mientras nuestros únicos motivos de zozobra sean decidir por qué arista trepamos o qué nevero esquivamos, estamos lejos de las preocupaciones habituales, que se quedan en el valle. Así que en la cima oteamos el mundo desde la excelsitud y la separación. Estamos en una naturaleza salvaje, incluso hostil, de la que no somos parte, y contemplamos a nuestros pies el paisaje humano del que nos hemos ausentado voluntaria y temporalmente.






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