Universidad de Belgrado, Biblioteca del Congreso |
Yo he paseado algunas veces por Belgrado. Cuando era lector en Skopje, iba a Belgrado a cobrar una beca de la embajada española o si tenía que resolver cualquier papeleo. Viajaba en tren por la noche y llegaba tan temprano a la capital que no me quedaba más remedio que pasar unas horas vagabundeando de un lado a otro o tumbarme en el banco de un parque a dormir como un mendigo. Esto era en 1988 y 1989, antes de las guerras balcánicas que destruyeron Yugoslavia. Desde España, viví con indignación los bombardeos de Belgrado y no fui de los que se alegraron por la partición de Yugoslavia en un puñado de repúblicas tribales, que algunos saludaron como preludio de la Europa de las naciones.
Que yo recuerde, la estación de
ferrocarril estaba cerca del río Sava. Los alrededores de las
estaciones son siempre lugares de mucho bullicio. Cuando se llega a
una ciudad desconocida, sobre todo si es de noche, ese ajetreo de
taxistas voraces, exhibicionistas que merodean por las letrinas,
ladrones camuflados en la muchedumbre, pedigüeños, transeúntes
apresurados y toda clase de individuos de catadura nefasta, a cuál
más raro, resulta deprimente. Si llegamos en avión, las cosas no
pintan de un modo más amable: en cuanto salgamos de la burbuja
aséptica del aeropuerto, una horda de taxistas patibularios se
disputará nuestros dólares; y luego el tránsito del aeropuerto a
la ciudad por suburbios anodinos desmoraliza al forastero, que aún
se siente aterrizando de las nubes.
La primera vez que estuve en
Belgrado me alojé en el hotel Slavija, lugar de conciliábulos
comunistas y miniciudad-dormitorio de viajeros internacionales.
Poniéndole un mástil en el balcón, podría pasar por el Ministerio
de Hacienda, pero quien solo piensa permanecer una noche bien puede
prescindir de los faustos del Ritz. La plaza Slavija distaba de ser
una acogedora plaza mayor o una de esas plazas con fuente ilustre y
parterres nobiliarios. Que me perdone Belgrado: si todo lo veía tan negro el único culpable era yo, viajero inexperto que hasta entonces solo había contemplado el mundo desde las cumbres de Guadarrama. Desconocedor del valor de la
moneda local, compensé la obsequiosidad servil del botones y sus
amables reverencias con una propina tan ridícula que se marchó
dando un portazo y murmurando maldiciones que por suerte no entendía.
En el restaurante solo había algunos militares y hombres sombríos con
aspecto de espías del KGB. Mi fama de idiota ya debía de haber
trascendido entre el personal del hotel. Me sirvieron un bistec a la
plancha con guarnición de patatas, que pagué a precio de caviar del
mar Caspio.
Luego volví otras veces a
Belgrado en circunstancias más favorables. La modesta beca de la
embajada española me permitía vivir como un capitalista en Skopje.
Me encantaba recorrer Serbia en tren y saludar al Danubio a primera
hora de la mañana.
A las cinco o seis de la mañana
hacía frío en Belgrado, ¿cómo no va a hacer frío a esas horas? A
las seis de la mañana hace frío en Helsinki y en Katmandú, y más
después de un viaje en ferrocarril por apeaderos invisibles y los
bosques neblinosos del amanecer. Tras horas de traqueteo en un vagón de
segunda, hasta las mujeres bellas aparecen desgreñadas, legañosas,
y lo único que le piden a la vida es un café muy caliente, un café
turco, por favor.
Las avenidas grises que llevan a
la orilla de un gran río seducen inevitablemente al vagabundo, tal vez por la
fascinación del agua que refiere el ballenero Ismael. En el río hay
atracadas barcazas. Leemos sus nombres escritos en alfabeto cirílico,
que nos recuerda al griego que estudiábamos en la escuela, a
Dostoievski, a Tolstói, a Chéjov. Algunas gabarras navegan por el
Sava abajo hacia el Danubio. La estrella roja está pintada en su
chimenea o en la bandera que ondea a popa.
Las brumas portuarias incitan a
callejear por la ciudad vieja, donde está la Catedral del Arcángel
San Miguel, que no es tan vieja como las catedrales góticas, pues
estamos en un país víctima de invasiones y guerras religiosas, pero
sí agradable, con un jardín y una airosa torre de campanario.
He leído que este templo ortodoxo alberga las reliquias del rey
serbio Uroš III, que fue
rehén del Imperio de la Horda de Oro, casó en segundas nupcias con
la princesa bizantina Teodora Paleologina y derrotó a los búlgaros
en la batalla de Velbazhd. Ojalá hubiera sabido tantas cosas cuando
yo era vagabundo. Callejear al libre albedrío por una ciudad
desconocida tiene su encanto, pero callejear con un libro de historia
en el petate, mucho más.
El entorno de la catedral es
noble, hay hoteles lujosos y embajadas. En lo alto de la colina está
el parque de Kalemegdan. La impronta del ser humano en el paisaje
pone de manifiesto la diversidad cultural, pero tales diferencias de matiz se sustentan sobre los sólidos cimientos de la historia
económica y social. Así pues, los edificios suntuosos, las
mansiones del bienestar, los bulevares del buen gusto se asemejan en
todas las ciudades del mundo tanto como los arrabales de la miseria
donde viven los desposeídos. A nosotros nos parece estar paseando
por la calle Zurbano de Madrid en vez de por el Belgrado socialista.
En cuanto a la colina, notemos que los asentamientos primitivos
situados en posiciones elevadas, ideales para ver llegar al enemigo y
ofrecerle resistencia, son para el turista actual, por su condición
de atalayas, excelentes miradores. Desde Kalemegdan se divisa la
confluencia del Sava con el Danubio. Y las aguas del Danubio nos
emocionan con sus valses azules de Budapest y de Viena, nos traen
aromas de los abetos de la Selva Negra y vemos en sus ondas espejear
los rostros diversos de nuestra madre Europa. Allí donde se unen el
Sava y el Danubio hay una isla que se llama la Isla de la Gran
Guerra. Todo en Kalemegdan, espacio ideal para el recreo de las
parejas y las familias, recuerda la guerra y las glorias de la
patria.
El corazón de la ciudad vieja,
el bario de los bohemios y de los vinos es Skardalija, que debe su
personalidad a los gitanos que allí se instalaron. Las calles
peatonales, las terrazas para sentarse y escuchar tonadas cíngaras,
las tabernas típicas poseían cierto atractivo en tiempos de la
república socialista: no obstante, ya se atisbaba la impostura que
probablemente habrá convertido Skardalija en un barrio tan pijo,
pituco o presumido como el que más. Es un fenómeno común en los
distritos de la bohemia de todas las ciudades. Yo, por si acaso,
evito los garitos de diseño, temeroso de que los falsos cíngaros me
desvalijen.
Seguía mi paseo hacia la plaza
entonces llamada de Marx y Engels: allí estaba el edificio de los
sindicatos y, a corta distancia, la Asamblea Nacional. Estos templos
cívicos son una réplica de la Casa Blanca o la Casa Rosada y están
adornados de cariátides, caballos, leones o cualquier otra figura
capaz de soportar el peso de la democracia. En la Asamblea de
Belgrado hay unos caballos, pero son los caballos los que montan a
los humanos y no al revés.
Mis vagabundeos terminaban en la
calle Njegoševa tras
echar un vistazo a la iglesia de San Marcos y otros edificios que
consignan las guías de turismo. En general nadie piensa en Belgrado
como una gran ciudad monumental, pero no se debe ningunear su
historia. Estamos en los Balcanes, la parte más antigua y sufrida de
Europa. Diez años después de mis paseos solitarios, la ciudad fue
bombardeada por aviones de la OTAN. Cayó el régimen socialista,
desapareció Yugoslavia y todo el país fue asolado por bandas de
asesinos y criminales.
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