El domingo por la tarde voy a
pasear al puerto pesquero de A Guarda. Circunvalo la ensenada desde
el sur hacia el norte, caminando por la rúa do Porto y el Paseo
Marítimo hasta la atalaya. Dudo de que la distancia recorrida supere
el kilómetro y medio: brevedad disculpable si tenemos en cuenta que
estaba lloviendo.
En el puerto pesquero hay
galpones, líos de aparejos, barcas varadas en la dársena. En mi
inspección me cruzo con varios gatos, a los que sin duda no faltará
una raspa de pescado o una rata que llevarse a la boca. La lonja está
cerrada y solo encuentro a algunos pescadores ocupados en faenas de
mantenimiento. Uno de ellos cubre el motor de su embarcación con una
lona para resguardarlo del agua; mientras lo hace fuma con todos los
músculos de la cara en tensión, tira meticulosamente de un cabo y
de otro, alisa un pliegue, se aparta unos pasos; observa,
concienzudo, la labor; no le convence, cabecea y, obstinado, vuelve a
la carga, hincándole el diente al cigarrillo con ímpetu rabioso.
El mar está bravío. El
paseante contemplativo ha de andarse con cuidado. Una de esas olas
espumosas que saltan el muro del espigón puede agarrarlo por las
solapas y arrastrarlo a las profundidades abisales; para que luego,
cuando rescaten el cadáver, todo el mundo le eche en cara su
temeridad e insensatez. Lívido, con los ojos devorados por los
peces, el cadáver provocará más indignación que tristeza, y
merecerá una nota en la sección de sucesos.
Debemos detenernos a leer los
nombres de los barcos. Algunos tienen nombre de mujer, pero no son
Chloe, Letizia, Ladi Di o uno de esos nombres fantasiosos de mujeres
de bandera; sino los corrientes y molientes Manolita, Luisa o
Carmen, que son nombres de esposas, de novias, de madres, de hijas.
Hay barcos con nombre de varón y que ostentan un numeral como las
dinastías reales: Toño II. Tal vez hagan referencia a una dinastía
de armadores, cuyos buques faenan desde el banco sahariano a Gran
Sol. En uno ondea la bandera del equipo de fútbol local; otro se
llama Che, como el hombre de la barba y la boina. Los que están
fondeados más cerca de la bocana se agitan con tal violencia que
espanta pensar en los golpes del mar abierto.
Las gaviotas, como las palomas,
son aves equívocas: miran con frialdad de asesinos en serie y
procrean en vertederos y albañales como sus parientes, las ratas de
alcantarilla. Poned en la bandera blanca un petirrojo o un colibrí y
parecerá mejor la rama del olivo. En cuanto a la relación de las
gaviotas con los paseantes solitarios, no olvidemos el daño causado
a nuestra generación perdida por la sensiblería banal de Juan
Salvador Gaviota.
El caserío destartalado desafía
los planes de urbanismo: cada casa está pintada de un color -a ser
posible, un color chillón-, y algunos edificios son tan estrechos y
están tan promiscuamente arrejuntados que parecen casas de muñecas.
Este abigarramiento le proporciona un especial encanto. Los días
brumosos, cuando la niebla cubre la cima del monte Santa Tecla y se
abate sobre la bahía un cielo plomizo, surgen como una aparición
las casas de colores, las casas de las buenas gentes que faenan en la
mar.
El dique norte está lleno de grafitis con mensajes políticos, líricos, obscenos o simplemente
tontos. La atalaya que alberga el Museo del Mar no es la original
erigida por los portugueses en 1666, durante la Guerra de
Restauración, y reedificada en 1779 para proteger la villa de las
incursiones piratas. No obstante, conserva unos cañones
herrumbrosos, destinados acaso a asegurar la colección de
malacología.
Más allá el caserío se
disemina entre huertas y acantilados, y se ve la costa montañosa de
Oia en dirección a cabo Silleiro. La lluvia y el viento nos
zarandean en la pista del helipuerto de emergencias. En el muelle
destella una luz roja, que señala el acceso a la bocana por el
costado de babor.
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