Tratado de caminería, 7: El monte Olimpo



Salonica by  Unknown Artist



A las tres de la noche Zoran y yo estábamos en la puerta del hotel Bristol, en el bulevar del Mariscal Tito, de donde salía el autobús a Tesalónica. ¿Por qué en todas las ciudades hay un hotel Bristol? Se comprende que cualquier pizzería con pretensiones se denomine Nápoles, pero por el mismo motivo los hoteles pueden llamarse Palace o Royal sin necesidad de usurpar el nombre de la vieja ciudad del Avon.


Hacía un tiempo de perros. La lluvia caía a ráfagas en las que reverberaba la luz de las farolas. Algunos pasajeros se resguardaban de la lluvia en los soportales, otros tosían debajo del paraguas, y una desagradable sensación de frío y humedad se iba apoderando de todos. La mayor parte del pasaje lo componían personas adultas que iban a gastar sus escasas reservas de marcos alemanes en las tiendas capitalistas de Salónica.


El viaje hasta la frontera de Gevgelija duraba cerca de tres horas, de modo que cuando llegamos allí ya había amanecido. Por formalidades policiales o por simple ineptitud de los agentes de la Milicia, nos tuvieron detenidos un montón tiempo. Mientras nosotros esperábamos, intentando echar un sueño, otros coches cargados de compradores griegos se dirigían hacia el norte a adquirir productos baratos en las tiendas socialistas.


En Tesalónica el tiempo era igual de gris y desapacible que en el curso alto del Vardar. Paramos cerca de la estación de ferrocarril. Luego fuimos caminando a la plaza de Aristóteles para pedir información en la oficina de turismo, pues no teníamos ni idea de cómo proseguir el viaje hasta la montaña de los dioses.


Cuando nos enteramos más o menos de la ruta que debíamos seguir, buscamos un sitio donde desayunar y entrar en calor. Dimos en uno de esos locales de madrugadores taciturnos, donde cada cual toma su café sin prestar atención a los demás. Sin embargo, ni siquiera el pocillo de café griego y un buen trozo de empanada de espinacas lograron quitarnos la sensación de ser unos muertos vivientes.


Después del almuerzo, como aún faltaban varias horas para la salida del próximo autobús, fuimos a deambular por la avenida de la Victoria, donde nos detuvimos a contemplar la Torre Blanca, que en otros tiempos fue sangrienta. Paseábamos con las mochilas a cuestas. El mar era una superficie lisa y sombría, de la que emanaba un aliento helador. Un mercante zarpaba del puerto y oímos la bocina de la sirena.


A la una en punto estábamos en la estación de autobuses de la calle Sapfous, número 10, de donde partían los coches con destino a Larissa. La ruta hacia el sur sigue la costa del golfo Termaico, pero en Katerini hicimos un trasbordo para dirigirnos a Litojoro.


Litojoro está en la base del Olimpo y a pocos kilómetros de la costa egea, de la que le separa la franja litoral de Plaka. Como tiene mar y montaña y, en particular, una de las montañas más famosas de Europa, hay un notable ajetreo de turistas, que quieren ver de cerca la mansión Zeus.


Bajamos del coche ateridos y los primeros pasos en un pueblo extraño, que casi siempre son a tontas y a locas, nos permitieron avistar entre la niebla las gargantas que hienden el macizo, pero no la mítica cumbre.


Seguimos un tanto atolondrados las señales que anunciaban el albergue. Nada más verlo, nos echamos a temblar, pues era sin duda un hostal pensado para el turismo de verano, pero desangelado y gélido durante el resto del año. Mi amigo australiano y yo éramos los únicos huéspedes. Nadie se figura Grecia como un país de clima polar, excepto los viajeros que llegamos a sus regiones montañosas una noche de invierno.


Como hasta las seis no había nadie en la recepción, marchamos a cenar en un restaurante del centro del pueblo. Comimos ensalada griega y una parrillada mixta, pero lo mejor de la velada fue la lumbre que ardía en la chimenea, junto a la cual nos sentamos con la misma obsesión por el fuego que los aventureros del Yukón de Jack London. Además había un tipo disfrazado de mexicano, borracho como una cuba. Por efectos del alcohol o por cultura general, sabía decir palabras sueltas en castellano, por lo menos ándale y manito.


Terminamos de cenar. Nos tapamos hasta las cejas con los anoraks y salimos al diluvio.


El encargado del hostal nos recibió de malos modos. Probablemente no esperaba la llegada de ningún viajero y como se había ausentado de su puesto de trabajo sin justificación, debía de sentirse molesto. Nos hizo la ficha y quedamos en vernos a la mañana siguiente. Le pareció una ingenuidad por nuestra parte que pretendiéramos coronar el Olimpo sin el equipo adecuado de alta montaña. Según él, la nieve nos detendría a poco de trepar por las laderas del monte.
 

Nos acostamos vestidos, arropados cada uno con una sola manta. En la habitación había tres literas y un ventanuco por el que podía entrar y salir a sus anchas el dios Bóreas. Mi amigo australiano y yo coincidíamos en que, ante tal cúmulo de adversidades, lo mejor era soñar con mujeres bellas, tórridas, de caricias que enloquecen, pero ni siquiera una legión de estas sirenas o hechiceras podía suplir la calidez de un edredón de plumas.


Por la mañana no se presentó el encargado del albergue. Nos lavamos con agua fría y partimos tonificados a la intemperie. Oír el silencio de la mañana sin lluvia y ver retales de cielo azul fue toda una sorpresa. Tomamos un café en el mismo local de la noche anterior, donde echamos de menos al falso mexicano.


Desde el pueblo empezamos a caminar por el sendero que se interna en la garganta del río Enippeas. Al subir las primeras rampas se divisa la llanura de Plaka y el mar Egeo, pero en seguida nos vimos rodeados de desfiladeros y laderas boscosas. Una selva de robles, hayas, pinos, cedros y abetos, característica de los Balcanes, sustituyó al parco matorral mediterráneo. Las nubes dejaban ver a trechos cimas blancas, verdaderos tronos empíreos, inaccesibles a los mortales. El camino subía y bajaba del monte al valle y cruzaba varias veces el río, de aguas claras y raudas.


Tras cuatro horas de ascensión llegamos a las ruinas del monasterio de San Dionisio, que está situado en un raso del pinar, cerca del río. El suelo y las ramas de los árboles aparecían cubiertos de nieve. El cielo encapotado y el ambiente glacial amenazaban con sumirnos en un infierno blanco. De los muros derruidos salía el humo de una fogata. Fuimos allí y nos juntamos con un grupo de cuatro montañeros de Tesalónica. Habían pasado la noche en las venerables ruinas y se dedicaban a vagar por los bosques, pero no se planteaban atacar la cumbre. Tenía razón el guarda del albergue: el Olimpo en invierno es territorio de alpinistas más que de soñadores de fábulas.


El monasterio bizantino se hallaba entonces en restauración, pero aún conservaba el encanto de su aislamiento y abandono en un lugar tan agreste. Los montañeros nos contaron que había sido un refugio de partisanos durante la Segunda Guerra Mundial y que lo había bombardeado la aviación alemana. Ellos presumían de comunistas. Como nosotros veníamos de un país comunista, nos trataban con deferencia de camaradas. Nos invitaron a un té y charlamos de política internacional alrededor de la lumbre en una de las celdas que antaño habitara algún santo varón. Luego anduvimos todos juntos hasta el final de la pista. Aún quedaba un buen trecho para llegar a la parte más seria de la montaña, pero los amigos de Tesalónica nos recomendaron dar la vuelta si no queríamos que nos sorprendiera la noche en el bosque. Nos despedimos de ellos hasta siempre. 
 

En verdad hubiéramos tenido que vivaquear, cavando una fosa en la nieve, si no llega a pasar por allí un vecino de Litojoro que nos recogió en su todoterreno y nos bajó al pueblo. En el pueblo estaban de fiesta. Las hogueras ardían en las puertas de las casas y en la plaza, junto al centro cultural, una banda de música animaba la verbena. Las mujeres eran las primeras en animarse a bailar. Los hombres, entre ellos soldados de algún cuartel próximo, las miraban con los ojos encendidos como las ascuas de las fogatas.
 

Por primera vez en el viaje no tiritábamos de frío. La terrible montaña del dios del trueno se había desvanecido en la oscuridad y no teníamos ninguna prisa por volver al albergue de los trotamundos solitarios.



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