A
las tres de la noche Zoran y yo estábamos en la puerta del hotel Bristol, en el
bulevar del Mariscal Tito, de donde salía el autobús a Tesalónica.
¿Por qué en todas las ciudades hay un hotel Bristol? Se comprende
que cualquier pizzería con pretensiones se denomine Nápoles, pero
por el mismo motivo los hoteles pueden llamarse Palace o Royal sin
necesidad de usurpar el nombre de la vieja ciudad del Avon.
Hacía
un tiempo de perros. La lluvia caía a ráfagas en las que
reverberaba la luz de las farolas. Algunos pasajeros se resguardaban
de la lluvia en los soportales, otros tosían debajo del paraguas, y
una desagradable sensación de frío y humedad se iba apoderando de
todos. La mayor parte del pasaje lo componían personas adultas que
iban a gastar sus escasas reservas de marcos alemanes en las tiendas
capitalistas de Salónica.
El
viaje hasta la frontera de Gevgelija duraba cerca de tres horas, de
modo que cuando llegamos allí ya había amanecido. Por formalidades
policiales o por simple ineptitud de los agentes de la Milicia, nos
tuvieron detenidos un montón tiempo. Mientras nosotros esperábamos,
intentando echar un sueño, otros coches cargados de compradores
griegos se dirigían hacia el norte a adquirir productos baratos en
las tiendas socialistas.
En
Tesalónica el tiempo era igual de gris y desapacible que en el curso
alto del Vardar. Paramos cerca de la estación de ferrocarril. Luego
fuimos caminando a la plaza de Aristóteles para pedir
información en la oficina de turismo, pues no teníamos ni idea de
cómo proseguir el viaje hasta la montaña de los dioses.
Cuando
nos enteramos más o menos de la ruta que debíamos seguir, buscamos
un sitio donde desayunar y entrar en calor. Dimos en uno de esos
locales de madrugadores taciturnos, donde cada cual toma su café sin
prestar atención a los demás. Sin embargo, ni siquiera el pocillo
de café griego y un buen trozo de empanada de espinacas lograron
quitarnos la sensación de ser unos muertos vivientes.
Después
del almuerzo, como aún faltaban varias horas para la salida del
próximo autobús, fuimos a deambular por la avenida de la Victoria,
donde nos detuvimos a contemplar la Torre Blanca, que en otros
tiempos fue sangrienta. Paseábamos con las mochilas a cuestas. El
mar era una superficie lisa y sombría, de la que emanaba un aliento
helador. Un mercante zarpaba del puerto y oímos la
bocina de la sirena.
A
la una en punto estábamos en la estación de autobuses de la calle
Sapfous, número 10, de donde partían los coches con destino a
Larissa. La ruta hacia el sur sigue la costa del golfo Termaico, pero
en Katerini hicimos un trasbordo para dirigirnos a Litojoro.
Litojoro
está en la base del Olimpo y a pocos kilómetros de la costa egea,
de la que le separa la franja litoral de Plaka. Como tiene mar y
montaña y, en particular, una de las montañas más famosas de
Europa, hay un notable ajetreo de turistas, que quieren ver de cerca
la mansión Zeus.
Bajamos
del coche ateridos y los primeros pasos en un pueblo extraño, que
casi siempre son a tontas y a locas, nos permitieron avistar entre la
niebla las gargantas que hienden el macizo, pero no la mítica
cumbre.
Seguimos
un tanto atolondrados las señales que anunciaban el albergue. Nada
más verlo, nos echamos a temblar, pues era sin duda un hostal
pensado para el turismo de verano, pero desangelado y gélido durante
el resto del año. Mi amigo australiano y yo éramos los únicos
huéspedes. Nadie se figura Grecia como un país de clima polar, excepto
los viajeros que llegamos a sus regiones montañosas una noche de
invierno.
Como
hasta las seis no había nadie en la recepción, marchamos a cenar en
un restaurante del centro del pueblo. Comimos ensalada griega y una
parrillada mixta, pero lo mejor de la velada fue la lumbre que ardía
en la chimenea, junto a la cual nos sentamos con la misma obsesión
por el fuego que los aventureros del Yukón de Jack London. Además
había un tipo disfrazado de mexicano, borracho como una cuba. Por
efectos del alcohol o por cultura general, sabía decir palabras
sueltas en castellano, por lo menos ándale y manito.
Terminamos
de cenar. Nos tapamos hasta las cejas con los anoraks y salimos al
diluvio.
El
encargado del hostal nos recibió de malos modos. Probablemente no
esperaba la llegada de ningún viajero y como se había ausentado de
su puesto de trabajo sin justificación, debía de sentirse molesto.
Nos hizo la ficha y quedamos en vernos a la mañana siguiente. Le
pareció una ingenuidad por nuestra parte que pretendiéramos coronar el Olimpo sin el equipo adecuado de alta
montaña. Según él, la nieve nos detendría a poco de trepar por
las laderas del monte.
Nos
acostamos vestidos, arropados cada uno con una sola manta. En la
habitación había tres literas y un ventanuco por el que podía
entrar y salir a sus anchas el dios Bóreas. Mi amigo australiano y
yo coincidíamos en que, ante tal cúmulo de adversidades, lo mejor
era soñar con mujeres bellas, tórridas, de caricias que enloquecen,
pero ni siquiera una legión de estas sirenas o hechiceras podía
suplir la calidez de un edredón de plumas.
Por
la mañana no se presentó el encargado del albergue. Nos lavamos con
agua fría y partimos tonificados a la intemperie. Oír el silencio de
la mañana sin lluvia y ver retales de cielo azul fue toda una
sorpresa. Tomamos un café en el mismo local de la noche anterior,
donde echamos de menos al falso mexicano.
Desde
el pueblo empezamos a caminar por el sendero que se interna en la
garganta del río Enippeas. Al subir las primeras rampas se divisa la
llanura de Plaka y el mar Egeo, pero en seguida nos vimos rodeados de
desfiladeros y laderas boscosas. Una selva de robles, hayas, pinos,
cedros y abetos, característica de los Balcanes, sustituyó al parco
matorral mediterráneo. Las nubes dejaban ver a trechos cimas
blancas, verdaderos tronos empíreos, inaccesibles a los mortales. El
camino subía y bajaba del monte al valle y cruzaba varias veces el
río, de aguas claras y raudas.
Tras
cuatro horas de ascensión llegamos a las ruinas del monasterio de
San Dionisio, que está situado en un raso del pinar, cerca del río.
El suelo y las ramas de los árboles aparecían cubiertos de nieve.
El cielo encapotado y el ambiente glacial amenazaban con sumirnos en
un infierno blanco. De los muros derruidos salía el humo de una
fogata. Fuimos allí y nos juntamos con un grupo de cuatro montañeros
de Tesalónica. Habían pasado la noche en las venerables ruinas y se
dedicaban a vagar por los bosques, pero no se planteaban atacar la
cumbre. Tenía razón el guarda del albergue: el Olimpo en invierno
es territorio de alpinistas más que de soñadores de fábulas.
El
monasterio bizantino se hallaba entonces en restauración, pero aún
conservaba el encanto de su aislamiento y abandono en un lugar tan
agreste. Los montañeros nos contaron que había sido un refugio de
partisanos durante la Segunda Guerra Mundial y que lo había
bombardeado la aviación alemana. Ellos presumían de comunistas.
Como nosotros veníamos de un país comunista, nos trataban con
deferencia de camaradas. Nos invitaron a un té y charlamos de
política internacional alrededor de la lumbre en una de las celdas
que antaño habitara algún santo varón. Luego anduvimos todos juntos hasta el final de la pista. Aún quedaba un buen trecho
para llegar a la parte más seria de la montaña, pero los amigos de
Tesalónica nos recomendaron dar la vuelta si no queríamos que nos
sorprendiera la noche en el bosque. Nos despedimos de ellos hasta
siempre.
En
verdad hubiéramos tenido que vivaquear, cavando una fosa en la
nieve, si no llega a pasar por allí un vecino de Litojoro que nos
recogió en su todoterreno y nos bajó al pueblo. En el pueblo
estaban de fiesta. Las hogueras ardían en las puertas de las casas y
en la plaza, junto al centro cultural, una banda de música animaba
la verbena. Las mujeres eran las primeras en animarse a bailar. Los
hombres, entre ellos soldados de algún cuartel próximo, las miraban
con los ojos encendidos como las ascuas de las fogatas.
Por
primera vez en el viaje no tiritábamos de frío. La terrible montaña
del dios del trueno se había desvanecido en la oscuridad y no
teníamos ninguna prisa por volver al albergue de los trotamundos
solitarios.
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